Los siervos de Jesucristo, en todos los siglos, debieran atesorar esta doctrina y recordarla en tiempo de necesidad. Está repleta de dulce e inefable consuelo para las personas piadosas. Que tengan ellas presente que Dios lo gobierna y lo dirige todo, y que nada puede acontecer sin su permiso. Hasta los cabellos de su cabeza están contados. No puede sobrevenirles ni duelo, ni enfermedades, ni pobreza, ni persecución, a menos que Dios lo quiera. Que trabajen pues con confianza: son inmortales en tanto que su labor no esté terminada. Que sufran con paciencia, pues ello es necesario: “sus tiempos están en manos de Dios.” Psa_31:15.
En estos versículos se nos enseña por último cuan desgraciado es el fin a que pueden algún día venir a dar los incrédulos. Nuestro Señor dijo a sus enemigos: “ Me buscareis y no me hallareis; y donde yo estoy, vosotros no podéis venir.”
No nos queda duda de que estas palabras fueran enunciadas en un sentido profético. No podemos determinar si nuestro Señor tuvo en mira algunos ejemplos particulares de incredulidad, o si se refirió al remordimiento nacional que tendría lugar, ya demasiado tarde, durante el sitio final de Jerusalén. Pero que muchos judíos se acordaron de las palabras de nuestro Señor, largo tiempo después de que El hubo ascendido a los cielos, y que lo buscaron a su modo y lo solicitaron cuando ya era demasiado tarde, es cosa de que podemos estar seguros.
Con harta frecuencia nos olvidamos de que suele acontecer que se descubre la verdad cuando ya es demasiado tarde. Lo que sobre este punto enseña la Escritura es claro y explícito. Está escrito en el libro de los Proverbios: “Entonces me llamarán y no responderé: buscarme han de mañana y no me hallarán.” También está escrito relativamente a las vírgenes insensatas de la parábola que, habiendo encontrado cerrada la puerta, golpearon en vano diciendo: “Señor, Señor, ábrenos.” Terrible como pueda parecemos, es posible que, a fuerza de cerrar los ojos a la luz y de desdeñar toda exhortación, perdamos irremediablemente nuestras propias almas.
Estemos alerta, no sea que pequemos a semejanza de los judíos incrédulos, y no acudamos a nuestro Señor y Salvador hasta que sea demasiado tarde. La puerta de la misericordia está aún abierta. Todavía se nos aguarda en el trono de la gracia. Mejor, mil veces, no haber jamás nacido que oír decir, al fin, al Hijo de Dios: “Donde yo estoy vosotros no podéis venir.”
Juan 7:37-39
Alguien ha dicho que hay pasajes en la Biblia que merecen ser impresos con letras de oro. De esa clase son los versículos que tenemos a la vista. Ellos contienen una de esas completas y universales excitaciones hechas a la humanidad, que hacen que el Evangelio sea, por excelencia, “la buena nueva de Dios.” Analicemos dicha excitación.
1°. Se hace una suposición. Nuestro Señor dijo: “Si alguno tiene sed.” Estas palabras fueron, sin duda, enunciadas en un sentido místico. La sed de que tratan es meramente sed espiritual, y quiere decir ansiedad del alma, convicción del pecado, deseo de obtener perdón, anhelo por la paz de conciencia. Los judíos que oyeron a Pedro predicar el día de Pentecostés y fueron compungidos de corazón, y el carcelero de Filipo que les preguntaba ansioso a Pablo y a Silas que qué debía hacer para ser salvo, son ejemplos que explican el significado de la expresión. Ambos tenían sed.
Por desgracia pocos hay que experimenten esta sed. Todos debieran sentirla, y todos la sentirían si obraran con prudencia. Criaturas pecadoras, mortales y moribundas como somos todos nosotros, con almas que algún día han de ser juzgadas y que han de pasar toda la eternidad o bien en el cielo, o bien en el infierno, no hay hombre alguno sobre la tierra que no debiera tener sed de ser salvo. Y sin embargo, la mayor parte de los hombres anhelan todo menos la salvación. El dinero, los placeres, los honores, el rango, los excesos de todo género —he aquí lo que desean.
Dichosos los que por experiencia saben lo que es sed espiritual. Los primeros pasos dados en el campo de la religión cristiana consisten en descubrir que somos pecadores culpables, desamparados y necesitados. El primer paso dado hacia el cielo consiste en estar plenamente convencidos de que merecemos el infierno. Esa convicción del pecado que alarma al hombre y le hace creer que no tiene esperanza, es buena señal. Es a la verdad un síntoma de vida espiritual. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia; porque ellos serán hartos.” Mat_5:6.
2°. Se propone un remedio. Nuestro Señor dijo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba.” De ese modo afirmó ser la verdadera fuente de la vida, el que provee a todas las necesidades espirituales y alivia a los afligidos; e invitó a todos los que se sintiesen agobiados por el peso del pecado a acudir a él para obtener socorro y protección.
Las palabras “ venga a mí” son breves y sencillas; pero resuelven un gran problema que los filósofos griegos y romanos, con toda su sabiduría, jamás pudieron resolver: el de la paz entre Dios y el hombre. Según lo que ellas expresan podemos obtener paz confiando en Jesucristo como nuestro mediador y sustituto, que es lo que se llama creer. Acaso el remedio parezca muy sencillo, demasiado sencillo para ser eficaz; mas no hay otro mejor; y todos los sabios del mundo reunidos no podrían encontrarle defecto alguno o concebir otro más adecuado.-