Juan 18: El arresto en el huerto

El grado de dureza de corazón y de embotamiento de conciencia a que puede llegar el hombre cuando permanece por muchos años privado da todo influjo religioso, es verdaderamente sorprendente, espantoso. Dios y las cosas celestiales parecen ocultarse a la imaginación: el mundo y todo lo que es mundano parece absorber completamente la atención. Es fácil comprender que bajo tales circunstancias los milagros producirían en el ánimo poco o ningún efecto: el órgano de la vista los contemplaría con la misma indiferencia que un bruto contempla un hermoso pasaje. Precisamente eso fue lo que sucedió en el caso de que nos ocupamos. Muy engañados están los que creen que se convertirían al presenciar un milagro.

Es de notarse, en seguida, cuan extraordinaria fue la condescendencia de nuestro Señor Jesucristo. Fue aprehendido y conducido ante el tribunal como malhechor; fue acusado ante jueces injustos; fue escarnecido y ultrajado. Y sin embargo, en virtud de un solo acto de voluntad pudo haberse libertado de las manos crueles de sus enemigos. Además, él sabía bien que Anías y Caifás y todos sus compañeros tendrían algún día que comparecer ante su supremo tribunal a recibir una sentencia de efectos eternos. El lo sabía todo, y sin embargo se dejó tratar como malhechor.

El amor de Jesucristo hacia los pecadores sobrepuja todo entendimiento. El sufrir por aquellos a quienes amamos y que por algún motivo son dignos de nuestro afecto, es un acto que fácilmente se explica. Someternos resignadamente a una afrenta cuando no nos es dado resistir, es un acto que aconseja la prudencia. Mas sufrir voluntariamente cuando se está en aptitud de impedirlo, sufrir por pecadores desleales e incrédulos, y esto sin que haya precedido la súplica o sin que siga la gratitud, sufrir así es un heroísmo que el entendimiento humano no alcanza a comprender. No debemos olvidar que en eso consistió lo sublime de la pasión y muerte de nuestro Señor. Voluntariamente se dejó aprisionar para que nosotros obtuviéramos nuestra libertad. Voluntariamente se dejó acusar y condenar para que nosotros fuéramos absueltos y declarados inocentes. «Padeció una vez por los pecados, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios.» «Por amor de nosotros se hizo pobre, siendo rico; para que vosotros por su pobreza fueseis ricos.» «Á él que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.» 1Pe_3:18; 2Co_8:9; F: 21.

Es de notarse, por último, hasta qué grado tan espantoso puede llegar la bajeza de, un cristiano verdadero. Pedro, el más célebre do los apóstoles, abandonó a su Maestro y se portó como un cobarde. Huyó cuando debía estar a su lado; se avergonzó de reconocerle cuando le debía haber confesado; y, por último, negó tres veces que siquiera le conocía. Y todo eso después de haber recibido la cena del Señor; después de haber oído la oración y el discurso más conmovedores que los mortales hayan jamás oído; después de habérsele prevenido explícitamente, y cuando la tentación no era demasiado fuerte. Al leer la historia de tales hechos uno se siente inclinado a exclamar: «Señor, ¡qué es el hombre para que te acuerdes de él!.

La caída de Pedro debe servirnos de escarmiento: es una señal puesta en la Escritura para que los demás creyentes sepan en dónde están los escollos y no hagan naufragio en la fe. Entre otras cosas nos manifiesta cuáles son las consecuencias del orgullo y la jactancia. Si Pedro no hubiera tenido una seguridad tan plena de que, aunque todos negaran a Jesucristo, él, por su parte, ni lo haría, es bien probable que jamás hubiera caído. También nos demuestra cuáles son las consecuencias de la desidia. Si Pedro hubiera velado y orado, cuando nuestro Señor lo aconsejó que lo hiciera, habría sin duda recibido gracia en la hora do prueba. Demuéstranos, por último, el influjo pernicioso del temor del hombre. Quizá son pocos los que reconocen cuánto más temen al hombre, a quien pueden ver, que a Dios, a quien no pueden ver. Todo esto ha sido escrito para nuestro provecho. Acordémonos de Pedro y obremos con prudencia.

Mas, todo esto no obstante, al terminar este pasaje debe consolarnos la idea do que tenemos un Sumo Sacerdote misericordioso y benigno, que se compadece de nosotros por nuestra flaqueza, y no nos desecha a pesar de nuestros extravíos Es cierto que Pedro cayó de una manera vergonzosa, y que solo recobró el puesto de fiel cristiano después de mucho arrepentimiento y muchas lágrimas. Pero sí lo recobró: no se le dejó que sufriera todas las consecuencias de su pecado, ni se lo desechó para siempre. La misma mano compasiva que lo salvó cuando estaba al ahogarse, porque lo faltó la fe, lo asió tiernamente y lo levantó cuando cayó en el salón del Sumo Sacerdote. ¿Y se atreverá alguien a dudar que después fue mejor y más sabio que antes? Si la historia de la caída de Pedro ha sido motivo de que los cristianos reconozcan más su propia debilidad, por una parte, y la misericordia de Jesús por otra, entonces no nos ha sido trasmitida en vano.

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