Juan 15: Yo soy la auténtica Vid, y Mi Padre es el Viñador

Juan siempre ve y dice las cosas en blanco y negro, sin medias tintas. Para él hay dos grandes entidades: la Iglesia y el mundo. Y no hay contacto ni entendimiento entre las dos. Hay que definirse, porque no se puede pertenecer más que a una, y no hay término medio.

Además, tenemos que recordar que, cuando Juan estaba escribiendo, la Iglesia estaba amenazada de persecución constantemente. Se perseguía a los cristianos sencillamente por llamarse así en recuerdo de Cristo. El Cristianismo era ilegal. Un magistrado no tenía que preguntar nada más que si una persona era cristiana para condenarla a muerte. Juan estaba hablando de una situación que existía de la manera más clara y angustiosa.

De una cosa no cabe duda: ningún cristiano que sufriera persecución podía decir que no se le había advertido. En este tema Jesús había sido totalmente explícito. Les había dicho a los suyos de antemano lo que podían esperar. « Os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por Mi causa, para que les deis testimonio a ellos… Y el hermano delatará al hermano para que le maten, y el padre a su hijo, y los hijos se rebelarán contra sus padres para que los ajusticien; y todos os odiarán por causa de Mi nombre» (Mar_13:9-13 ; cp. Mat_10:1722 ; 23-29; Luk_12:2-9 ; 51-53).

Cuando Juan escribía esto, ya hacía tiempo que se había desatado el odio. Tácito hablaba de los que eran «odiados por sus crímenes, a los que la chusma llama cristianos.» Suetonio había hablado de «una raza de personas que pertenecen a una nueva y nefasta superstición.» ¿Por qué ese odio tan virulento?

El gobierno romano odiaba a los cristianos porque los consideraba personas desafectas al régimen. La postura del gobierno era bien simple y comprensible: el imperio era vasto; se extendía desde el Éufrates hasta Gran Bretaña, de Alemania al Norte de África. Incluía toda clase de gentes y de países. Había que encontrar alguna fuerza unificadora que soldara toda esa masa heterogénea, y se encontró en el culto al emperador.

Ahora bien: el culto al césar no se impuso desde arriba, sino que surgió entre la misma gente. En tiempo remoto había habido una diosa Roma -el espíritu de Roma. Es fácil comprender que la gente pensara que el emperador simbolizaba el espíritu de Roma; representaba a Roma, encarnaba a Roma, el espíritu de Roma habitaba en él. Sería un grave error creer que los pueblos sometidos aborrecían el gobierno romano; en su mayor parte le estaba profundamente agradecidos, porque Roma había traído la justicia, la liberación de reyes caprichosos, la paz y la prosperidad. Los montes quedaron limpios de bandoleros, y los mares de piratas. La pax romana, la paz romana se extendía por todo el mundo civilizado.

Fue en Asia Menor donde la gente empezó a pensar en el césar, el emperador, como el dios que personificaba a Roma; y eso, por gratitud por las bendiciones que había traído Roma. Al principio, los emperadores lamentaron y desanimaron esa tendencia; insistieron en que no eran más que hombres y no se los debía adorar como a dioses; pero vieron que no podían detener aquel movimiento. Al principio aquello se limitaba a los enfervorizados habitantes del Asia Menor, pero pronto se extendió por todo el imperio. Y entonces el gobierno vio que podía usar aquello como la fuerza unificadora que necesitaba. Así es que llegó el tiempo en que, una vez al año, todos los habitantes del imperio tenían que quemar una pizca de incienso a la divinidad del césar. Al hacerlo se demostraba que se era un ciudadano leal de Roma. Después de hacerlo, se recibía un certificado que decía que se había cumplido con la normativa.

Era esta una práctica y una costumbre que hacía que todos se sintieran parte del imperio romano, y que garantizaba su lealtad. Ahora bien, Roma era la esencia de la tolerancia: después de quemar la pizca de incienso y decir «César es Señor,» uno podía ir a adorar al dios que le diera la gana, siempre que su culto no escandalizara la decencia -que tenía la manga bien ancha- ni alterara el orden público.

Pero eso era precisamente lo que los cristianos no harían jamás: no llamaban «Señor» nada más que a Jesucristo. Se negaban a someterse y, por tanto, el gobierno romano los consideraba desleales y peligrosos.

El gobierno perseguía a los cristianos porque, para ellos, no había más Señor que Jesucristo. Les vino la persecución por poner a Cristo por encima de todos los poderes de este mundo. Siempre llega la persecución al que hace tal cosa.

No era sólo que el gobierno perseguía a los cristianos: la gente ignorante y supersticiosa también los odiaba. ¿Por qué? Porque se creían algunas calumnias que se habían divulgado acerca de los cristianos. No hay duda de que los judíos eran responsables, por lo menos hasta cierto punto, de esas calumnias. Y resultaba que tenían influencia en el gobierno. Daremos dos ejemplos. El actor favorito de Nerón, Alituro, y la impúdica emperatriz Popea, eran simpatizantes de la religión judía. Los judíos susurraban sus calumnias al gobierno, calumnias que sabían muy bien que no tenían base, entre ellas cuatro:

(i) Se decía que los cristianos eran revolucionarios. Ya hemos visto una de las causas de esa sospecha. Era inútil que los cristianos dijeran que eran los mejores ciudadanos del imperio: el hecho era que se negaban a quemar incienso al emperador y decir «César es Señor.»

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