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Juan 14: La promesa de la Gloria

Juan 14:27-31

Antes de seguir adelante en nuestro examen del Evangelio de San Juan, debemos notar una particularidad en el final del capítulo de que hemos venido ocupándonos, es a saber: la frecuencia con que nuestro Señor usó la expresión, «mi Padre» o «el Padre.» Encontrárnosla cuatro veces en los últimos cinco versículos, y nada menos que veintidós veces en todo el capítulo.

Qué razón motivara ese uso es una cuestión muy profunda. Quizá cuanto menos cavilemos acerca de ella es mejor. Nuestro Señor jamás habló por hablar, y no hay duda que fue con algún alto designio que empleó la expresión citada. ¿No podemos con reverencia hacer la suposición de que quisiera imprimir fuertemente en la mente de sus discípulos la idea de la unidad del Hijo con el Padre? Raras veces, a la verdad, se adscribió nuestro Señor a sí mismo tanto poder para consolar a su iglesia, como hizo en último discurso. ¿No había, por lo tanto, cierta conveniencia en que recordase continuamente a sus discípulos que siempre que otorgaba bendiciones era uno con el Padre, y que sin el Padre no hacía nada? Notemos en este pasaje cuál fue el último legado que Cristo dio a su pueblo. He aquí sus palabras: «La paz os dejo: mi paz os doy: no como el mundo la da, yo os la doy..

La paz: he aquí el don particular que Jesucristo concede: no es la riqueza, ni la opulencia, ni la prosperidad temporal, pues estas son de dudoso provecho, y muchas veces acarrean más males que bienes, sirviendo de rémora a nuestro progreso espiritual. La paz de conciencia que el hombre experimenta cuando siente interiormente que sus pecados han sido perdonados y que ha sido reconciliado con Dios, es una bendición mucho mayor. Y esa paz pertenece a todos los creyentes, ya sean ricos o pobres, nobles o plebeyos.

Jesucristo la llama «mi paz.» Es a él a quien toca darla, porque la compró con su sangre, y el Padre lo ha señalado para que la conceda a un mundo que agoniza en el pecado. Así como se comisionó a José para que repartiera trigo a los hambrientos egipcios, el Hijo de Dios fue comisionado en los consejos eternos de la Trinidad para que diese paz a la humanidad.

Jesucristo no da la paz como el mundo la da. El concede una paz que al mundo no le es dado proporcionar, y eso no de mal grado, con parsimonia, ni por corto tiempo, pues tiene más voluntad de dar que el mundo tiene de recibir. Lo que concede es para toda la eternidad, y en mayor abundancia de lo que podemos pensar o pedir.

Debemos observar también cuan perfecta es la santidad de Jesucristo. Dijo él: «Viene el príncipe de este mundo, mas no tiene nada en mí..

De estas palabras no puede hacerse sino una sola interpretación. Nuestro Señor, quería dar a entender a sus discípulos quo Satanás, el príncipe de este mundo, estaba para hacerle el último y más violento ataque. Sí, ese espíritu maligno estaba concentrando todas sus fuerzas para un asalto más terrible. Iba a presentarse con toda su malicia a tentar al segundo Adán en el Jardín de Getsemaní, y en la cruz del Calvario. Mas nuestro Señor mismo manifestó que no encontraría mal en él; que no tenía ningún lado vulnerable que le pudiera herir; que había cumplido la voluntad de su Padre y que había acabado la obra que se le había encomendado.

Notemos en qué se diferencia Jesús de los demás seres humanos: El ha sido el único en quien Satanás no ha podido encontrar mal ninguno. Tentó este adversario a Adán y a Eva, y los encontró débiles. Tentó a Noé, a Abran, a Moisés, a David y a todos los santos, y los encontró llenos de faltas. Tentó a Cristo, pero no pudo vencerlo, porque El era un Cordero sin culpa y sin mancha, quo iba a ser ofrecido por todo un mundo pecador.

Rindamos gracias a Dios por habernos enviado un Salvador tan perfecto, un Salvador cuya justicia es sin tacha, cuya vida es sin mancha. En cuanto a nosotros, nuestro ser y nuestras acciones son imperfectas, y si todas nuestras esperanzas estuvieran fincadas en nuestra propia rectitud, razón tendríamos para desesperar del porvenir. Más nuestro Sustituto es perfecto y sin pecado. Por lo tanto podemos decir como el victorioso apóstol: «¡Quién Acusará a los escogidos de Dios!» Jesucristo ha muerto por nosotros, y sufrido en nuestro lugar. El Padre nos ve unidos a él, indignos como somos, y por amor suyo se complace.

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