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Juan 14: La promesa de la Gloria

En este pasaje se nos presenta, por último, una razón sólida en qué fundar nuestras esperanzas de futuras bendiciones. Nuestro espíritu de incredulidad nos arrebata muchas veces el consuelo que acerca del cielo debiéramos tener, y nos hace decir entre nosotros: « Ojalá que pudiéramos pensar que todo es cierto: mucho nos tememos de que no seremos recibidos en el cielo.» Examinemos lo que Jesús nos dice para alentarnos.

Una de sus expresiones es esta: «Yo voy a aparejaros el lugar.» El cielo está preparado para un pueblo escogido: Cristo mismo lo ha preparado. Lo ha preparado yendo antes de nosotros como nuestro Jefe y nuestro Representante, y adquiriéndolo para todos los miembros de su cuerpo místico. Como Precursor nuestro ha ascendido llevando «cautiva la cautividad,» y ha erigido su trono en la morada de gloria. Lo ha preparado llevando nuestros nombres, en calidad de sumo sacerdote, hasta el santo de los santos y previniendo a los ángeles de nuestra llegada. Los que entren en el cielo verán que ni son desconocidos, ni se extraña su presencia.

Otra expresión consoladora es la siguiente: «Vendré otra vez y os tomaré a mí mismo.» a la manera que José fue a encontrar a Jacob, así Jesús vendrá a convocar a su pueblo y a conducirlo a su eterna mansión. Muy consolador es el pensar en la primera venida de Cristo, cuando habitó en el mundo y sufrió por los pecadores; ¡pero no es menos consolador el imaginarnos su segundo advenimiento, cuando descenderá a resucitar y a premiar a los justos!

Juan 14:4-11

Es de notarse en estos versículos cuánto mejor habla Jesús de los creyentes de lo que ellos hablan de sí mismos. El les dijo a sus discípulos que sabían a donde iba él, y conocían el camino. Y sin embargo Tomas exclama al punto: «No sabemos a dónde vas, ni conocemos el camino.» Esta contradicción, que es más aparente que real, exige una explicación.

Es verdad que, bajo cierto punto de vista, los conocimientos de los discípulos eran muy pequeños. Sabían muy poco antes de la crucifixión y de la resurrección, en comparación con lo que debían haber sabido y con lo que supieron el día de Pentecostés. Grande y sorprendente era su ignorancia acerca del fin que se había propuesto nuestro Señor al Teñir a la tierra, y acerca del verdadero significado de su pasión y muerte. Se habría podido decir con razón que no sabían sino en parte, y que eran niños en inteligencia.

Y sin embargo, bajo otro punto de vista los conocimientos de los discípulos eran vastos. Ellos sabían más que la gran mayoría de la nación judía, y aceptaban verdades que los escribas y fariseos rechazaban de un todo. Comparados con los que los rodeaban eran hombres ilustrados, en el sentido más elevado de la palabra. Sabían y creían que su Maestro era el Mesías prometido, el Hijo del Dios vivo; y que creer en él era dar el primer paso hacia el cielo. Todo mérito es relativo: en vez de menospreciar a los discípulos a causa de su ignorancia, cuidemos de no formar un juicio errado acerca de su saber. Sabían más de lo que ellos mismos se figuraban.

Observemos, en segundo lugar, qué gloriosos títulos se dio a si mismo nuestro Señor. «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida,» dijo él. Acaso el hombre no alcanzará jamás a comprender de lleno estas palabras. Cualquiera examen que de ellas se haga tiene por fuerza que ser muy somero.

Jesucristo es « el camino»–el camino que conduce al cielo. No es solamente guía, maestro y legislador como Moisés; sino también el camino por el cual podemos acercarnos a Dios. Por medio de la expiación hecha en la cruz, El abrió el camino que conduce al árbol de la vida y que había sido cegado cuando cayeron Adán y Eva.

Jesucristo es «la verdad,» es decir, toda la esencia de esa religión verdadera que exige el entendimiento humano. Sin él los paganos más sabios anduvieron a tientas en medio de las tinieblas, y no llegaron jamás a conocer a Dios. Antes de su venida aun los mismos judíos veían la verdad espiritual como al través de oscuro prisma, y no percibían con claridad el significado de los símbolos, emblemas y ceremonias cíe la ley Mosaica. Cristo es la verdad y satisface todo deseo, todo anhelo, toda aspiración de la mente humana.

Jesucristo es «la vida:» mediante El es que el pecador puede recibir el perdón y obtener un título para recibir el don de la vida eterna. El es, además, la fuente de la vida espiritual y de la santidad del creyente, y por él es que éste tiene seguridad de su resurrección. El que cree en Cristo tiene vida eterna. él que se adhiere a la vid, producirá mucho fruto. El que confía en él, aunque, estuviere muerto, vivirá.

Notemos, en tercer lugar, cuan expresamente excluye Jesucristo todo medio de salvación que no sea d señalado en el Evangelio. «Nadie viene al Padre,» dijo El, «sino por mí..

De nada sirve al hombre ser inteligente, ilustrado, amable, caritativo, de buen corazón, y celoso en materias religiosas, si no se acercare a Dios implorando la mediación de su Hijo. Dios es tan santo que a sus ojos todos los hombres son culpables, y el pecado es en sí mismo tan malo que ningún hombre puede expiarlo. Es preciso que haya entre Dios y nosotros un medianero, un redentor–de lo contrario no podremos jamás ser salvos. No hay sino un Juez de paz entre la tierra y el cielo: el Hijo crucificado de Dios. El que entrare por la puerta que él abre se salvará; pero al que rehusare entrar por ella la Biblia no ofrece esperanza alguna. Sin derramamiento de sangre no hay remisión.

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