Aquí llegamos a la última escena del drama. Una vez más se nos muestra la figura de Jesús conmocionado de angustia al compartir la angustia del corazón humano. Para los lectores griegos, esa breve frase, «Jesús lloró», sería lo más alucinante de toda la alucinante historia. Que el Hijo de Dios pudiera llorar les parecería increíble.
Debemos conservar en la mente el cuadro de una tumba palestina corriente. Sería, o una cueva natural, o un hueco hecho en la roca. Tendría una entrada en la que se colocaba el féretro al principio. Más al fondo habría una cámara, de unos dos metros de largo, dos y medio de ancho y poco más de alto. Tendría unos ocho espacios cortados en la roca, tres a cada lado y dos enfrente de la entrada, en los que se ponían los cadáveres. Los cuerpos se envolvían en una mortaja, pero los brazos y las piernas se cubrían aparte con una especie de vendas, y la cabeza también se cubría por separado. La tumba no tenía puerta; pero delante de la entrada había una ranura por la que se deslizaba una piedra grande para sellar la tumba.
Jesús pidió que quitaran la piedra. A Marta no se le ocurría nada más que una razón para abrir la tumba: que Jesús quería ver el rostro de su amigo por última vez. Marta no podía comprender aquel deseo, que no daría ningún consuelo. Advirtió que Lázaro ya llevaba cuatro días en la tumba. La razón era que los judíos creían que el espíritu de los muertos revoloteaba por la tumba cuatro días, buscando una ocasión para entrar en el cuerpo otra vez. Pero después de cuatro días, el espíritu ya se había ido; porque el rostro del difunto estaba tan descompuesto que ya no se podía ni reconocer.
Entonces Jesús dio la orden que hasta la muerte era impotente para resistir, y Lázaro salió. Es alucinante figurarse aquel cuerpo vendado pugnando por salir de la tumba. Jesús les dijo que le desenvolvieran de todos aquellos paños mortuorios, y le dejaran moverse con libertad.
Hay ciertas cosas que debemos notar.
(i) Jesús oró. El poder que fluía por Él no tenía su origen en Él, sino en Dios. «Los milagros -decía Godet- son simplemente oraciones contestadas.»
(ii) Jesús buscaba sólo la gloria de Dios. No hizo aquello para glorificarse a Sí mismo. Cuando Elías tuvo su épica contienda con los profetas de Baal, oró: «Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo reconozca que Tú eres el único Dios» (1Ki_18:37 ).
Todo lo que hacía Jesús era debido al poder de Dios y diseñado para la gloria de Dios. ¡Qué diferente de nosotros! Hacemos las cosas en nuestro propio poder, y para nuestro prestigio. Posiblemente habría más maravillas en nuestras vidas también si dejáramos de actuar por nosotros mismos y Le diéramos a Dios el lugar central que Le corresponde.
TRÁGICA IRONÍA
Juan 11:45-53
Entonces, muchos de los judíos que habían venido a hacerle compañía a María en el duelo y que vieron lo que había hecho Jesús, creyeron en Él. Pero otros fueron a informar a los fariseos de lo que había hecho Jesús.
En consecuencia, los principales sacerdotes y los fariseos reunieron el sanedrín, y dijeron:
-¿Qué vamos a hacer? ¡Porque este Hombre hace muchas señales! Si Le dejamos seguir así, van a creer todos en Él, y van a venir los Romanos y nos van a quitar nuestra posición y a destruir nuestra nación.
Uno de ellos, que se llamaba Caifás y que era el sumo sacerdote aquel año, les dijo:
-Vosotros no tenéis ni idea. No consideráis que nos conviene más que muera un Hombre por el pueblo, en vez de que toda la nación perezca.
Aquello que dijo, no es que se le había ocurrido a él; sino que, como era el sumo sacerdote aquel año, estaba en realidad profetizando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación judía, sino para reunir en una sola cosa a todos los hijos de Dios que estaban dispersos.
A partir de aquel día conspiraron para matarle.
Las autoridades judías se nos retratan aquí gráficamente. El maravilloso suceso de Betania los obligó a intervenir; era imposible seguir dejando actuar a Jesús, porque todo el pueblo acabaría por seguirle. Así es que se reunió el sanedrín para resolver aquella situación.