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Juan 11: De camino a la Gloria

La prueba definitiva del Evangelio consiste en ver lo que Jesucristo puede hacer. Las palabras puede que no consigan convencer; pero no hay razonamientos que se le puedan oponer a la intervención de Dios. Es un hecho indiscutible que el poder de Cristo convierte al cobarde en un héroe, al vacilante en una persona segura, al egoísta en un servidor de los demás. Sobre todo, es un hecho histórico innegable que el poder de Cristo convierte a los malos en buenos.

Eso es lo que supone una responsabilidad tan tremenda para el cristiano individual. El propósito de Dios es que cada uno de nosotros sea una prueba viviente de Su poder. Nuestra tarea no consiste en recomendar a Cristo de palabra -porque contra eso siempre habrá argumentos, y siempre se podrá poner detrás de una prueba verbal cristiana Q E.D., quod erat demonstrandum, eso habría que demostrarlo-, sino el demostrar con nuestras vidas lo que Cristo ha hecho por nosotros. Sir John Reith dijo una vez: «No me gustan las crisis; pero sí las oportunidades que aportan.» La muerte de Lázaro supuso una crisis en la vida de Jesús, y Él se alegraba, porque Le daba una oportunidad de demostrar, de la manera más sorprendente, lo que Dios puede hacer. Todas las crisis deberían ser para nosotros algo así.

En aquella situación, los discípulos habrían podido negarse a seguir a Jesús; pero una voz solitaria se dejó oír. Todos creían que el volver a Jerusalén era jugarse la vida, y no daban el paso al frente. Pero entonces se oyó la voz de Tomás: «¡Vamos nosotros también a morir con Él!»

Todos los judíos de entonces tenían dos nombres: el hebreo, para la familia y el círculo más íntimo, y el griego, para todo lo demás. Tomás es el nombre hebreo y Dídimo (R-V) el griego, y los dos quieren decir lo mismo, Mellizo. En los evangelios apócrifos se urdieron algunas leyendas en torno a Tomás, y hasta se llegó a decir que era el mellizo de Jesús.

En esta ocasión, Tomás desplegó la mejor clase de valor. En su corazón, como dice R. H. Strachan, «no había una fe expectante, sino una desesperación leal.» Pero a una cosa estaba decidido: Viniera lo que viniera, él no se retiraba.

Gilbert Frankau cuenta que un oficial amigo suyo en la guerra de 1914-1918 tenía que elevarse en un globo para indicar a la artillería si sus proyectiles caían demasiado cerca o lejos del blanco. Era una de las misiones más peligrosas que se podían encomendar. Como el globo estaba atado, era un blanco fijo para los cañones y aviones enemigos. Gilbert Frankau dice que su amigo, «cada vez que se subía al globo aquel estaba con los nervios de punta; pero no se rajó.»

Esta es la más elevada clase de valor. No es que no se tenga miedo. Cuando no se tiene miedo es lo más fácil del mundo hacer lo que sea. El verdadero valor es darse cuenta perfectamente del peligro, tener miedo y, sin embargo, hacer lo que se debe. Así era Tomás aquel día. No debemos nunca avergonzarnos de tener miedo; pero sí de dejar que el miedo nos impida hacer lo que sabemos en lo más íntimo que debemos hacer.

UNA FAMILIA EN DUELO

Juan 11:17-19

Así que, cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro ya llevaba cuatro días en la tumba. Betania está cerca de Jerusalén, a menos de tres kilómetros. Muchos de los judíos habían ido a casa de Marta y María a darles el pésame por la muerte de su hermano.

Para visualizar esta escena tenemos que ver primero cómo era un duelo judío. Por lo general en Palestina, debido al clima, se enterraban los muertos lo antes posible. Hubo un tiempo cuando un entierro era sumamente caro: se usaban para ungir el cuerpo los mejores perfumes y especias; el cadáver se vestía con ropas de lujo, y se le enterraba con toda clase de objetos de valor. A mediados del siglo I, todo esto se había convertido en un gasto insoportable. Naturalmente, en esos casos nadie quería ser menos que los vecinos; y eso hacía que los envoltorios y ropas y tesoros que se dejaban en la tumba costaran cada vez más. El asunto llegó a convertirse en una carga que nadie quería alterar, hasta que el famoso rabino Gamaliel le dejó dispuesto que le enterraran envuelto en un sudario de la tela más ,sencilla, y así contribuyó a poner fin al despilfarro de los funerales. Hasta hoy en día se bebe una copa en los entierros judi a la memoria de rabí Gamaliel II, que rescató a los judíos

aquellas ostentaciones funerarias. Desde su tiempo, el cadáver se envolvía en una mortaja de hilo, que a veces recibía el bonito nombre de «traje de viaje».

Todos los que podían asistían al funeral. Los más posibles se suponía que, por cortesía o por respeto, se sumaban a la comitiva hasta el cementerio. Una curiosa costumbre era que las mujeres iban delante; se decía que, como había sido una mujer la que con su primer pecado había traído la muerte al mundo, debían ser ellas las que dirigieran el cortejo fúnebre hasta la tumba. Al pie de la tumba se hacían a veces discursos en memoria de la persona difunta. Se esperaba de todos que expresaran su profunda condolencia y, al retirarse de la tumba, se formaban dos filas largas por entre las que pasaban los familiares más próximos. Pero había esta norma tan prudente: no había que fastidiar a los que estaban de duelo con conversaciones vanas e intempestivas. Se los dejaba en paz, en su trance, con su dolor.

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