Que sea pues uno de los principios establecidos de nuestra religión que el Salvador a quien nos hemos acogido no es nada menos que eterno Dios, un Ser a quien el Padre siempre oye, un Ser que en todos sus actos obra de consuno con Dios. Muy consolador es para el cristiano poseer ideas claras acerca de la dignidad del mediador, y poder decir como el Apocalipsis: «Yo se a quien he creído, y estoy cierto que es poderosos para guardar mi depósito para aquel día..
Notemos, por último, las palabras que nuestro Señor le dirigió a Lázaro cuando lo levantó del sepulcro. Luego que hubo orado a su Padre clamó a gran voz: «Lázaro, ven fuera.» Al sonido de esa voz la reina del terror soltó al cautivo, y el que antes estaba muerto salió del sepulcro.
Es imposible ponderar lo grande de este milagro. La mente del hombre no alcanza a abarcar la magnitud del acto. A la luz del día y en presencia de muchos testigos hostiles ¡un muerto de cuatro días fue vuelto a la vida instantáneamente! Fue esa una prueba concluyente de que nuestro Señor ejercía dominio sobre el mundo material: un cadáver ya corrompido fue vivificado. Fue esa también una prueba concluyente de que nuestro Señor tenía dominio absoluto sobre el mundo de los espíritus: una alma que había dejado su morada terrenal fue llamada del Paraíso para que se uniera otra vez al cuerpo. Con razón afirma la iglesia evangélica que el que podía hacer tales obras era «Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos.» Rom. 9.5 Al terminar la consideración de este pasaje no podemos menos de reconocer que contiene mucho de consolador. Es consoladora la idea de que el Salvador de los pecadores, de cuya misericordia depende la felicidad de nuestras almas, tiene poder infinito en el cielo y en la tierra. Es consoladora la idea de que, por sumergido que un hombre esté en el cieno del pecado, Jesucristo los puede levantar y convertir, diciéndole a él como dijo a Lázaro: «Ven fuera.» No menos consoladora es la idea de que, cuando nosotros mismos bajemos a la tumba bajaremos con la condición plena de que resucitaremos otra vez. La voz de Aquel que llamó a Lázaro penetrará hasta nuestro sepulcro mandándonos salir.
Juan 11:47-57
Los últimos versículos del capítulo once de San Juan nos presentan un lúgubre cuadro de la naturaleza humana. Al separarnos de Jesucristo y del sepulcro de Betania y al volver los ojos hacia Jerusalén y hacia los gobernantes de los judíos, podemos con razón decir: «Señor, ¿qué especie de ser es el hombre?.
Es de observarse en estos versículos cuan tremenda es la maldad del corazón humano en su estado natural. Se había obrado un gran milagro a corta distancia de Jerusalén. Un hombre que había estado muerto cuatro días había sido resucitado en presencia de muchos testigos. El hecho había sido palpable, y nadie podía negarlo; y, a despecho de todo, los príncipes de los sacerdotes y los fariseos no querían creer que el que había hecho ese milagro debía ser reconocido como Mesías. «Este hombre,» confesaron ellos, «hace muchos milagros.» Más en lugar de ceder en vista de las pruebas que de su divinidad tenían, se sumergieron más hondamente en la maldad, y conspiraron, para matarlo. ¡Grande, á. la verdad, es el poder de la incredulidad! Guardémonos de pensar que los milagros tengan por sí mismos la virtud de convertir el alma y de hacer al hombre cristiano. Esa idea es un engaño completo.
Imaginar, como lo hacen algunos, que si presenciasen alguna cosa maravillosa en apoyo del Evangelio, se dejarían de vacilar y se dedicarían a servir a Jesucristo, es meramente un sueño vano. Lo que nuestras almas necesitan es la gracia del Espíritu y no milagros. Los judíos de los días de nuestro Señor sirven de prueba ante el mundo de que pueden verse prodigios y portentos, y todavía permanecer endurecido como piedra.
La incredulidad del hombre es una enfermedad más profundamente arraigada de lo que generalmente se cree. Resiste la lógica de los hechos, el raciocinio, la sanción pública. Nada puede vencerla sino la gracia de Dios. Si nosotros creemos, debemos dar fervientes gracias a nuestro Padre celestial; mas no debemos sorprendernos si muchos de nuestros semejantes estuvieren tan endurecidos como los judíos.
Observemos, también, cuan crasa es la ignorancia con que los enemigos de la religión obran y raciocinan, Los príncipes de los judíos se dijeron: «Si no intervenimos con este Jesús, nos perderemos. Si no lo contenemos y ponemos fin a sus milagros, los romanos tomarán parte y destruirán nuestra nación.» Los sucesos posteriores probaron que los que así hablaron estaban tan errados en juicio como eran miopes en el modo de ver los acontecimientos futuros. Se precipitaron como locos por el camino que se habían escogido, y precisamente lo mismo que tanto temían tuvo lugar. No dejaron en sosiego a nuestro Señor, más lo crucificaron y le dieron muerte. Y ¿qué sucedió entonces? Que la misma calamidad que querían evitar les sobrevino: los ejércitos romanos vinieron, destruyeron a Jerusalén y se llevaron cautiva a toda la nación.
Al cristiano que esté bien versado en la historia seria superfluo recordarle que los anales de la iglesia registran muchos otros sucesos análogos. Los emperadores romanos persiguieron a los cristianos durante los tres primeros siglos, y creyeron que era de su deber no dejarlos en libertad. Pero cuanto más los perseguían tanto más crecía su número. La sangre de los mártires fue la semilla de la iglesia. Los romanistas ingleses persiguieron a los protestantes en los tiempos de la reina María, pensando que la verdad estaba en peligro si los dejaban en entera libertad. Mas cuántos más quemaban, tanto más estrecha hacían la adhesión del pueblo a las doctrinas de la Reforma. En una palabra, constantemente se están cumpliendo en este mundo las siguientes palabras del Salmo segundo: «Estarán los reyes de la tierra, y príncipes consultarán en uno contra Jehová y contra su ungido.» Pero «El que mora en los cielos se reirá: el Señor se burlará de ellos..