Dejemos este pasaje con la resolución fija de confiar completamente en Jesucristo en todo lo que tiene referencia a este mundo, tanto en lo público como lo privado. Los asuntos de las naciones, de las familias y de los individuos son todos dirigidos por él. Cuando nos enfermamos es porque él sabe que es para nuestro bien; cuando tarda en socorrernos es, sin duda, por sabias razones. La mano que fue clavada a la cruz no hiere sin necesidad, ni nos hace aguardar por capricho.
Juan 11:7-16
Es digno de notarse en este pasaje cuan misteriosos son los medios que a veces usa Jesucristo para guiar a su pueblo. Se nos cuenta que, cuando hizo saber su resolución de regresar a Judea, sus discípulos se sorprendieron sobremanera, puesto que ese era el lugar en el cual poco antes los judíos habían intentado apedrearlo: volverse allá era, en su concepto, arrojarse en medio del peligro. Estos tímidos galileos, no podían percibir que ese paso, sobre ser prudente, era necesario.
Sucesos como este frecuentemente tienen lugar a nuestra vista. Los siervos de Jesucristo se ven frecuentemente tan perplejos y angustiados como esos discípulos. Se encuentran de repente como forzados participantes en actos cuyo objeto no pueden percibir: se les llama a llenar puestos ante los cuales su ánimo naturalmente desmaya y que, si de ellos hubiera dependido, jamás habrían elegido. La senda que tienen que seguir no es la de su preferencia. Por entonces no perciben que bienes pueden de ello resultar.
En tales momentos el cristiano debe poner en ejercicio su fe y su paciencia; convencido de que su Maestro, que sabe mejor que camino debe seguir, lo conduce por la vía recta a las mansiones de los justos; y de que las circunstancias en que se encuentra son precisamente las más calculadas para promover su virtud y poner un dique a sus pecados dominantes. Lo que en la vida presente no entiende lo comprenderá después. Si los doce discípulos no hubieran sido llevados otra vez a Judea, no habrían presenciado el glorioso milagro de Betania. Si a los cristianos se les permitiera escoger su propia senda, dejarían de aprender centenares de lecciones acerca de Jesucristo y sus méritos, lecciones que aprenden en el camino que Dios les señala. Recordemos esto. Puede llegarse el día en que tengamos que emprender en el valle de la vida una peregrinación que nos disguste. Cuando ese día llegue, pongámonos en camino de buen ánimo, en la persuasión de que todo irá bien.
Debemos notar, en segundo lugar, con cuánta ternura se refiere Cristo a la muerte de los creyentes. He aquí cómo anunció la muerte de Lázaro: «Lázaro nuestro amigo duerme..
Todo cristiano tiene en el cielo un Amigo de un poder infinito y de un amor sin límites. Tiene un Protector que jamás le falta, porque jamás se duerme y vela sobre él continuamente. Los amigos de este mundo son a menudo amigos de la prosperidad, y nos abandonan, como los arroyos que se secan en el estío, cuando tenemos mayor necesidad; mas el Hijo de Dios nos profesa una amistad que es más fuerte que la muerte y alcanza más allá del sepulcro. El amigo de los pecadores es un Amigo más amoroso que un hermano.
La muerte de los verdaderos cristianos es un sueño: no es el aniquilamiento. Es un cambio solemne y milagroso, sin duda, mas no es tal que deba mirarse con alarma. Ellos no tienen por qué estar con zozobra acerca del estado futuro de sus almas, pues sus pecados han sido lavados en la sangre de Jesucristo. Para el hombre el aguijón más agudo de la muerte es el convencimiento do que sus pecados no han .sido perdonados. Mas los cristianos no tienen nada que temer: pronto resucitarán, renovados y glorificados, a la imagen cíe su Señor. La sepultura misma ha sido sometida al poder divino, y tiene que entregar sus moradores sanos y salvos, tan luego como Jesucristo los llame. Tengamos esto presente cuando aquellos a quienes amamos exhalen el último suspiro, o cuando nosotros mismos recibamos aviso de que nuestro fin se acerca. No olvidemos que el Señor mismo yació en el sepulcro, y que así como él se levantó victorioso de ese frío lecho, así también sucederá con su pueblo.
Para el hombre mundano la muerte tiene por fuerza que ser un trance terrible, mas el que tiene la fe del cristiano puede decir: «En paz ¡Me acostaré y asimismo dormiré; porque tú, Jehová, solo me harás estar confiado..
Debemos notar, por último, hasta qué punto conserva el creyente su Índole natural después de la conversión. Cuando Tomas vio que Lázaro estaba muerto, y que Jesús, a despecho de todo peligro, había determinado volver a Judea, dijo: «Vamos también nosotros, para que muramos con él.» Ese no fue sino el lenguaje de un hombre afanoso y desesperanzado que no podía ver en el horizonte sino negros nubarrones. El mismo apóstol que más tarde no podía creer que su Maestro hubiese resucitado, y quo pensó que las nuevas eran demasiado felices para ser ciertas, fue precisamente el que creyó que si volvían a Judea ¡todos tendrían que morir! Hechos como este son muy instructivos, y sin duda han sido historiados para provecho nuestro. Ellos nos demuestran que la gracia de Dios, en la conversión, no trasforma al hombre de tal manera que no deje vestigio alguno de su genio natural. Los de natural sanguíneo no dejan de ser del todo sanguíneos; los de ánimo apocado no dejan de ser de ánimo apocado al pasar de la muerte a la vida y hacerse verdaderos cristianos. No debemos esperar que todos los hijos de Dios sean iguales. Cada árbol del bosque es peculiar en su forma y en su modo de crecer, y sin embargo, desde lejos no se ve sino un conjunto uniforme de follaje y de verdura. Cada miembro de la iglesia de Cristo tiene sus inclinaciones peculiares, y no obstante todos son guiados por el mismo Espíritu y aman al mismo Señor. Las hermanas Marta y María y los apóstoles Pedro, Juan y Tomas fueron desemejantes entre sí en muchos respectos. Mas había algo que era común a todos: amaban a Cristo y se contaban en el número de sus amigos.