Había un fariseo llamado Nicodemo, que era un hombre importante entre los judíos. Este fue de noche a visitar a Jesús, y le dijo: Maestro, sabemos que Dios te ha enviado a enseñarnos, porque nadie podría hacer los milagros que tú haces, si Dios no estuviera con él. Jesús le dijo: Te aseguro que el que no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Nicodemo le preguntó: ¿Y cómo puede uno nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso podrá entrar otra vez dentro de su madre, para volver a nacer? Jesús le contestó: Te aseguro que el que no nace de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de padres humanos, es humano; lo que nace del Espíritu, es espíritu. No te extrañes de que te diga: ‘Todos tienen que nacer de nuevo.’ El viento sopla por donde quiere, y aunque oyes su ruido, no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así son también todos los que nacen del Espíritu. Nicodemo volvió a preguntarle: ¿Cómo puede ser esto? Jesús le contestó: ¿Tú, que eres el maestro de Israel, no sabes estas cosas? Te aseguro que nosotros hablamos de lo que sabemos, y somos testigos de lo que hemos visto; pero ustedes no creen lo que les decimos. Si no me creen cuando les hablo de las cosas de este mundo, ¿cómo me van a creer si les hablo de las cosas del cielo? “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo; es decir, el Hijo del hombre. Y así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también el Hijo del hombre tiene que ser levantado, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Juan 3:1-15
La mayor parte de las veces vemos a Jesús rodeado de personas corrientes; pero aquí le vemos en contacto con uno de la aristocracia de Jerusalén. Hay algunas cosas que sabemos de Nicodemo.
(i) Nicodemo tiene que haber sido rico. Cuando Jesús murió, Nicodemo trajo para preparar Su cuerpo para la sepultura «una mezcla de mirra y áloes que pesaba unas cien libras» (Juan 19:39), que sólo podría comprar uno que fuera rico.
(ii) Nicodemo era fariseo. En muchos sentidos los fariseos eran las mejores personas de todo el país. Nunca fueron más de seis mil; formaban lo que se llamaba una jaburá o hermandad. Se ingresaba en esa hermandad comprometiéndose delante de tres testigos a consagrar su vida al cumplimiento de todos los detalles de la ley tradicional.
¿Qué quería decir eso? Para los judíos, la Ley era la cosa más sagrada del mundo. La Ley eran los cinco primeros libros del Antiguo Testamento. Creían que era la perfecta Palabra de Dios. El añadirle o sustraerle una sola palabra era pecado mortal.
Ahora bien: si la Ley era la Palabra completa y perfecta de Dios, eso quería decir que contenía todo lo que una persona necesitaba saber para vivir una vida buena, si no explícitamente, por lo menos implícitamente. Si no todo se encontraba en ella con todas las letras, tenía que ser posible deducirlo. La Ley tal como se encontraba consistía en un conjunto de grandes principios, amplios y nobles, que cada uno tenía que aplicar a su vida. Pero para los judíos posteriores eso no era suficiente.
Decían: «La Ley es completa; contiene todo lo necesario para vivir una vida buena; por tanto, en la Ley tiene que haber una regla que gobierne cualquier incidente posible de cualquier momento posible para cualquier persona posible.» Así es que se dedicaron a extraer de cada principio de la Ley un número incalculable de reglas y normas para gobernar cualquier situación imaginable de la vida. En otras palabras: cambiaron la Ley de los grandes principios en un legalismo de reglas adicionales interminables.
El mejor ejemplo de lo que hacían se ve en la ley del sábado. En la Biblia se nos dice sencillamente que hemos de acordarnos del sábado para mantenerlo corno un día santo y no hacer en él ningún trabajo, ni uno mismo ni sus criados y animales. No contentos con eso, los judíos de tiempos posteriores se dedicaron hora tras hora y generación tras generación a definir lo que es un trabajo y a hacer la lista de todas las cosas que se pueden o no se pueden hacer en sábado. La Misná es la codificación de la ley tradicional. Los escribas se pasaban la vida deduciendo estas reglas y normas. En la Misná, la sección acerca del sábado ocupa no menos de veinticuatro capítulos. El Talmud es el comentario de la Misná, y en el Talmud de Jerusalén la sección dedicada a las leyes del sábado ocupa sesenta y cuatro columnas y media; y en el Talmud de Babilonia, ciento cincuenta y seis páginas de doble folio. Y se nos dice que un rabino pasó dos años y medio estudiando, uno de los veinticuatro capítulos de la Misná sobre el sábado.