El conflicto se agudizó aún más cuando el sacerdote judío renegado Manasés se casó con la hija del samaritano Sambalat: A uno de los hijos de Joiadá, el hijo del sumo sacerdote Eliasib, que era además yerno de Sambalat el horonita, lo hice huir de mi presencia. (Nehemías 13:28), y se propuso fundar un templo rival en el monte Guerizim, que estaba en el centro del territorio samaritano. Y aún más tarde, en tiempos de los Macabeos, 129 a.C., el general judío Juan Hircano atacó Samaria y saqueó y destruyó el templo del monte Guerizim. Así fue creciendo el odio entre judíos y samaritanos. Los judíos llamaban despectivamente a los samaritanos juthitas o cutheos, del nombre de uno de los pueblos que habían llevado allí los asirios. Los rabinos judíos decían: «Que no coma nadie pan de los juthitas, porque el que come su pan es como si comiera carne de cerdo.» Eclesiástico presenta a Dios diciendo: «Con dos naciones está mi alma molesta, y la tercera no es ni siquiera nación: los que se asientan en el monte de Samaria, y los filisteos, y esa gente estúpida que mora en Siquem» (Eclesiástico 50:25s). Siquem o Shejem era una de las ciudades samaritanas más famosas. Los samaritanos devolvían el odio con interés.
Se dice que rabí Yojanán iba pasando una vez por Samaria de camino a Jerusalén para orar; pasó por el monte Guerizim. Un samaritano le vio, y le preguntó: «¿Adónde vas?» «Voy a Jerusalén», le contestó, «a orar.» El samaritano le contestó: «¿No sería mejor que oraras en este monte (Guerizim) que en esa casa maldita?» Los peregrinos que iban de Galilea a Jerusalén pasando por Samaria apretaban el paso lo más posible, y a los samaritanos les encantaba ponerles dificultades.
La contienda judeo-samaritana tenía más de 400 años en los días de Jesús, pero quedaba un rescoldo tan vivo y activo como siempre. De ahí que la Samaritana se sorprendiera de que Jesús, un judío, le dirigiera la palabra.
(iv) Pero había todavía otra barrera más que Jesús elimina en esta ocasión. La Samaritana era una mujer. Los rabinos estrictos tenían prohibido hablar con una mujer fuera de casa. Un rabino no podía hablar en público ni siquiera con su mujer, o con su hermana o hija. Había fariseos a los que llamaban graciosamente «los acardenalados y sangrantes» porque cerraban los ojos cuando iban por la calle para no ver a las mujeres y se chocaban con las paredes y las esquinas. Para un rabino, el que le vieran hablando con una mujer en público era el fin de su buena reputación. Pero Jesús no respetó esa barrera, ni por tratarse de una mujer, ni porque fuera samaritana, ni porque hubiera nada vergonzoso en su vida. Ningún hombre decente, y mucho menos un rabino, se habría arriesgado a que le vieran en tal compañía, y menos en conversación con ella. Pero Jesús sí.
Para un judío esta sería una historia alucinante. Aquí estaba el Hijo de Dios, cansado, débil y sediento. Aquí estaba el más santo de los hombres, escuchando con simpatía y comprensión una triste historia. Aquí estaba Jesús pasando las barreras de la raza y de las costumbres ortodoxas judías. Aquí tenemos el principio de la universalidad del Evangelio; aquí está Dios, no en teoría, sino en acción.