Ahora bien, es probable que lo que aquí tenemos no es más que, un resumen muy breve de una conversación más larga. Podemos suponer que pasó más de lo que se nos cuenta aquí. Usando una analogía, esto es como el acta de una reunión de negocios, en la que se reflejan solamente los puntos principales. Yo supongo que la samaritana le descargaría la angustia de su alma a aquel forastero que había adivinado tan certeramente sus enredos domésticos. Tal vez fue la única vez que ella se encontró con uno con amabilidad y limpieza en los ojos en lugar de crítica y condenatoria superioridad, y eso hizo que le descubriera su corazón.
Pocas historias evangélicas nos revelan tan claramente el carácter y la actitud de Jesús.
(i) Nos presenta la realidad de su humanidad: Jesús estaba cansado del viaje, y se sentó agotado y sediento al lado del pozo. Es muy significativo que Juan, que subraya más que los otros evangelistas la divinidad de Jesucristo, también subraya intensamente su humanidad. Juan no nos presenta una figura celestial, libre del cansancio y de la lucha diaria, sino uno para quien la vida era un esfuerzo como lo es para cada uno de nosotros, nos presenta a uno que sabía lo que era estar agotado y tener que seguir adelante.
(ii) Nos presenta el calor de su simpatía. De cualquiera de los líderes religiosos ordinarios, de cualquiera de los representantes de la ortodoxia del momento, la Samaritana habría salido corriendo a toda prisa. Habría evitado a los tales. Si por una casualidad imprevisible uno le hubiera hablado, ella habría reaccionado con un silencio impenetrable y hasta hostil. Pero contestar a Jesús y entablar una conversación con Él parecía la cosa más natural del mundo. ¡Por fin había encontrado a uno que no la condenaba, o desnudaba con la mirada, sino que le ofrecía una amistad limpia y comprensiva!
(iii) Nos presenta a Jesús como el que elimina las barreras discriminatorias. La enemistad entre los judíos y los samaritanos era una historia que se perdía en la noche de los tiempos. Allá por el año 720 a.C., los asirios invadieron el reino del Norte de Israel -cuya capital era Samaria, de la que tomaba el nombre todo el país- y lo conquistaron y subyugaron. Le aplicaron la fórmula de la deportación masiva que parece haber sido una invención asiria; transportaron casi toda la población a Media: En el año nueve de Oseas, el rey de Asiria tomó Samaria y llevó a Israel cautivo a Asiria. Los estableció en Halah, en Habor junto al río Gozán, y en las ciudades de los medos. (2 Reyes 17:6), y trajeron a Samaria a otra gente -de Babilonia, Cuta, Ava, Hamat y Sefarvayim: El rey de Asiria llevó gente de Babilonia, de Cuta, de Ava, de Hamat y de Sefarvaim, y la puso en las ciudades de Samaria, en lugar de los hijos de Israel. Así ocuparon Samaria y habitaron en sus ciudades. (2 Reyes 17:24). Pero no se puede deportar a toda una nación. Dejaron a algunos de los habitantes del reino del Norte de Israel que, inevitablemente, empezaron a mezclarse con los venidos de otras tierras; y así cometieron lo que era para los judíos un pecado imperdonable: perdieron su pureza racial. En una familia judía estricta, hasta nuestros días, si un hijo o una hija se casan con gentiles, se representa su funeral y se los da por muertos a los ojos del judaísmo ortodoxo.
Así que los habitantes de Samaria deportados a Media, por lo que sabemos, fueron asimilados en los lugares adonde fueron llevados. Son lo que se llama «las diez tribus perdidas». Los que quedaron en Samaria se mezclaron con los que habían venido de fuera y perdieron su identidad racial, por lo menos ante los judíos, los habitantes del reino de Judá. De ahí que desde entonces la Historia de Israel se identifique con la Historia de los Judíos.
Con el correr del tiempo, una invasión y derrota semejantes sobrevinieron al reino de Judá en el Sur, cuya capital era Jerusalén. Sus habitantes también fueron deportados, esta vez a Babilonia; pero no perdieron su identidad, sino se mantuvieron firme e inalterablemente judíos. A su tiempo llegaron los días de Esdras y Nehemías, y los exiliados volvieron a Jerusalén por la gracia del rey de Persia. Su tarea inmediata fue la reparación y reconstrucción de su maltrecho templo. Los samaritanos vinieron a ofrecer su ayuda en la sagrada tarea; pero los judíos les dijeron despectivamente que no les hacía ninguna falta. Habían perdido su herencia judía y no tenían derecho a participar en la reconstrucción de la casa de Dios. Creciéndose ante la humillación, se enemistaron con los judíos de Jerusalén. Fue hacia el año 450 a.C. cuando el enfrentamiento tuvo lugar, y seguía tan vivo como siempre en los días de Jesús.