(iii) La segunda recompensa de la vida cristiana es más trabajo todavía que hacer.
Una paradoja de la idea cristiana de la recompensa es que una labor bien hecha no trae descanso y comodidad y facilidades; trae todavía mayores demandas y esfuerzos más intensos. En la Parábola de los Talentos, la recompensa de los servidores fieles fue una responsabilidad todavía mayor. Cuando un maestro tiene un estudiante realmente brillante y capaz, no le exime de trabajo; le da más trabajo que a ningún otro. Al joven músico brillante se le dan a dominar piezas de música, no más fáciles, sino más difíciles. A1 jugador que ha hecho un buen papel en el segundo equipo, no se le pasa al tercero, donde se podría pasear por el partido sin sudar; se le pasa al primer equipo, donde tiene que poner en juego todo lo que tiene. Los judíos tenían un curioso dicho. Decían que un maestro sabio tratará al alumno «como a un buey joven al que se le aumenta la carga todos los días.» La recompensa cristiana es al revés que la del mundo. La recompensa del mundo sería ponérselo a uno más fácil; la recompensa del cristiano consiste en que Dios le pone sobre los hombros más cosas que hacer por Él y por sus semejantes. Cuanto más duro el trabajo que se nos dé, mayor debemos considerar que ha sido la recompensa.
(iv) La tercera y última recompensa cristiana es lo que se ha llamado a través de las edades la visión de Dios.
Para una persona mundana, que no Le ha dedicado a Dios ningún pensamiento nunca, el enfrentarse con Dios es un terror y no un gozo. Si uno sigue su propio camino, alejándose cada vez más de Dios, la sima entre él y Dios se va haciendo cada vez mayor, hasta que Dios se convierte en un extraño a Quien se quiere sólo evitar. Pero si una persona ha buscado toda su vida caminar con Dios, si ha buscado obedecer a su Señor, si la bondad ha sido la búsqueda de todos sus días, entonces ha estado acercándose más y más a Dios toda la vida, hasta que por fin pasa a la presencia más íntima de Dios, sin temor y con gozo radiante -y ésa es la mayor recompensa de todas.
Guardaos de tratar de demostrarles a los demás lo buenos que sois para que os vean. Si lo hacéis, no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial.
Para los judíos, había tres grandes obras cardinales en la vida religiosa, tres grandes pilares sobre los que se asentaba una vida buena: La limosna, la oración y el ayuno. Jesús no lo habría discutido ni por un momento; lo que Le desazonaba era que tan a menudo en la vida humana las cosas más auténticas se hacen por motivos falsos.
Lo que parece extraño es que estas tres grandes buenas obras cardinales se presten tan fácilmente a los motivos erróneos. Jesús advertía que, cuando estas cosas se hacen con la única intención de dar gloria al agente, pierden con mucho la parte más importante de su valor. Puede que una persona dé limosna, no realmente para ayudar a la persona a que se la da, sino simplemente para demostrar su propia generosidad, y para refocilarse al calorcillo del agradecimiento de alguno y de la alabanza de muchos. Puede que una persona haga oración de tal manera que su oración no vaya dirigida realmente a Dios, sino a sus semejantes. El hacer oración era simplemente un intento de demostrar su piedad excepcional de manera que nadie dejara de darse cuenta. Puede que una persona ayune, no realmente para el bien de su alma, ni para humillarse delante de Dios, sino simplemente para mostrarle al mundo lo espléndidamente disciplinada y sacrificada que se es.
Puede que una persona haga buenas obras simplemente para ganarse las alabanzas de la gente, para aumentar su propio prestigio y para mostrarle al mundo lo buena que es.
Según lo veía Jesús, no hay duda de que esa clase de cosas reciben una cierta clase de recompensa. Tres veces usa Jesús la frase: De cierto os digo que ya tienen su recompensa. (Mateo 6:2, 5, 16). Sería mejor traducirla: «Ya han recibido su paga completa.» La palabra que se usa en el original es el verbo apejein, que era el término técnico comercial y contable para recibir un pago en total. Era la palabra que se usaba en los recibos. Por ejemplo, un hombre firma el recibo que le da a otro: «He recibido (apejó) de ti el pago del alquiler de la almazara.» Un publicano da un recibo que pone: « He recibido (apejó) de ti el impuesto debido.» Un hombre vende un esclavo y da un recibo que dice: «He recibido (apejó) el precio total que se me debía.»