(i) Es una regla indiscutible de la vida que cualquier acción que no produce ningún resultado es fútil y sin sentido. Una bondad que no tuviera ningún fruto carecería de sentido.
Como se ha dicho muy bien: «A menos que algo sirva para algo, no sirve para nada.» A menos que la vida cristiana tenga un propósito y una meta que valga la pena obtener, se convierte en un despropósito. El que cree en el Evangelio y en sus promesas no puede creer que la bondad no tenga resultados más allá de sí misma.
(ii) El desterrar todas las recompensas y castigos de la vida espiritual sería decir que la injusticia tiene la última palabra.
No se puede mantener razonablemente que el bueno y el malo acaben igual. Eso sería tanto como decir que a Dios no Le importa si somos buenos o no. Querría decir, para decirlo crudamente, que no tiene sentido ser bueno, y no habría razón para vivir de una manera en vez de otra. El eliminar todas las recompensas y los castigos sería tanto como decir que en Dios no hay ni justicia ni amor.
Las recompensas y los castigos son necesarios para darle sentido a la vida. Si no los hubiera, la lucha -¡y no se diga el sufrimiento!- por el bien, se los llevaría el viento.
(i) El concepto cristiano de la recompensa Habiendo llegado hasta aquí con la idea de la recompensa en la vida cristiana, hay ciertas cosas acerca de ella que debemos tener claras.
(ii) Cuando Jesús hablaba de recompensas, definitivamente no estaba pensando en términos de recompensas materiales.
Es indudablemente cierto que, en el Antiguo Testamento, las ideas de bondad y de prosperidad material están íntimamente relacionadas. Si una persona prosperaba, si sus campos eran fértiles y sus cosechas abundantes, si tenía muchos hijos y mucha fortuna, eso se tomaba como una prueba de que era una buena persona. Ese es precisamente el problema que subyace en el Libro de Job. Job se encuentra en desgracia; sus amigos vienen a convencerle de que esa desgracia tiene que ser el resultado de su pecado, acusación que Job niega vehementemente. «Piensa ahora -le dice Elifaz-: ¿quién, siendo inocente, se ha perdido nunca? ¿Desde cuándo son los rectos los que desaparecen?» (Job 4: 7). «Si fueras puro y recto -decía Bildad-,seguro que Él velaría por ti, y te recompensaría con una posición justa» (Job 8: 6). «Porque tú dices: Mi doctrina es ortodoxa, y soy limpio a los ojos de Dios -decía Zofar-. ¡Ojalá que Dios hablara, y te dirigiera la palabra!» (Job 11:4). La misma idea que quería contradecir el Libro de Job era la de que la bondad y la prosperidad material van siempre de la mano.
«Joven fui, y he envejecido decía el salmista-, y no he visto a ningún justo desamparado, ni a su descendencia mendigando pan» (Salmo 37:25). «Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra -decía el salmista-; pero a ti no llegarán. Ciertamente, con tus propios ojos mirarás y verás la retribución de los impíos. Como has dicho al Señor: ¡Tú eres mi esperanza!, y has hecho que el Altísimo sea tu residencia permanente, no te sobrevendrá ningún mal, ni ninguna plaga se acercará a tu morada» (Salmo 91:7-10). Estas son cosas que Jesús no habría dicho. No era la prosperidad material lo que Jesús prometía a Sus seguidores. De hecho les prometía pruebas y tribulaciones, sufrimiento, persecución y muerte. Seguro que Jesús no estaba pensando en recompensas materiales.
(i) Lo segundo que tenemos que recordar es que la recompensa más elevada nunca se le da al que la está buscando.
Si uno está siempre buscando una recompensa, siempre contabilizando lo que cree haberse ganado y merecer, se perderá la recompensa que busca. Y se la perderá porque ve a Dios y la vida equivocadamente. El que siempre está calculando su recompensa, piensa en Dios como un juez, o como un contable, sobre todo piensa en la vicia en términos de ley. Está y pensando en hacer tanto y ganar tanto. Está pensando en la vida en términos de debe y haber. Está pensando presentarle a Dios una cuenta, y decirle: «Todo esto he hecho yo. Reclamo mi recompensa.»
El error básico de este punto de vista es que concibe la vida en términos de ley en vez de amor. Si amamos profunda y entrañablemente a una persona, con humildad y sin egoísmo, estaremos completamente seguros de que, aunque le diéramos a esa persona todo el universo, aún estaríamos en deuda; lo último que se le ocurriría pensar sería que se había ganado una recompensa. Si uno tiene el punto de vista legal de la vida, puede que no haga más que pensar en la recompensa que se ha ganado; pero si uno tiene el punto de vista del amor, la idea de la recompensa no se le pasará nunca por la cabeza.