Jesús sana al paralítico de Betzatá

Algún tiempo después, los judíos celebraban una fiesta, y Jesús volvió a Jerusalén. En Jerusalén, cerca de la puerta llamada de las Ovejas, hay un estanque que en hebreo se llama Betzatá. Tiene cinco pórticos, en los cuales se encontraban muchos enfermos, ciegos, cojos y tullidos echados en el suelo. (Que estaban esperando ansiosamente que se agitara el agua; porque de tiempo en tiempo descendía a la piscina un ángel del Señor que removía el agua, y el primero que se metiera cuando se movía el agua se curaba de cualquier dolencia que le aquejara). Había entre ellos un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Cuando Jesús lo vio allí acostado y se enteró del mucho tiempo que llevaba así, le preguntó: ¿Quieres recobrar la salud? El enfermo le contestó: Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando se remueve el agua. Cada vez que quiero meterme, otro lo hace primero. Jesús le dijo: Levántate, alza tu camilla y anda. En aquel momento el hombre recobró la salud, alzó su camilla y comenzó a andar. Juan 5:1-18

La impotencia humana y el poder de cristo

Había tres fiestas de guardar: La fiesta de La Pascua, La fiesta de Pentecostés y La fiesta de los Tabernáculos. Todos los varones judíos adultos que vivieran a menos de veinticinco kilómetros de Jerusalén tenían obligación de asistir. Si consideramos que el capítulo 6 debe estar antes que el 5, deduciremos que la fiesta era Pentecostés, porque lo que se relata en el capítulo 6 sucedió cerca de la Pascua: Ya estaba cerca la fiesta de la Pascua judía. (Juan 6:4). La Pascua era en el primer plenilunio después del equinoccio de primavera, cuando es ahora la Semana Santa, y Pentecostés siete semanas después. Juan nos presenta a Jesús asistiendo a las fiestas judías, porque tenía el debido respeto a las obligaciones de la religión de Israel; y sus fiestas no Le parecían una molesta obligación sino una deliciosa oportunidad para participar en el culto de su pueblo.

Cuando Jesús llegó a Jerusalén estaba, al parecer, solo. Por lo menos no se menciona a Sus discípulos. Se dirigió a la famosa piscina, que se llamaba Bethesdá, o Betzaida  que quiere decir Casa de Misericordia, o más probablemente Bethzathá, que quiere decir Casa del Olivo, o Almazara. Los mejores manuscritos tienen el segundo nombre, y sabemos por Josefo que había un barrio de Jerusalén que se llamaba así. La palabra para piscina es kolymbéthra, del verbo kolymban, tirarse de cabeza. Era lo bastante honda para que se pudiera nadar. El trozo que hemos puesto entre paréntesis y en “Bold” no está en ninguno de los mejores manuscritos, y es posible que fuera una interpolación posterior para explicar la presencia de tantos enfermos.

Por debajo de la piscina había una corriente subterránea que a veces borbollaba y se agitaba. Se creía que aquello lo producía un ángel, y que el primero que se metiera en el agua después del borbolleo se curaba de cualquier enfermedad que le aquejara. Esto parece mera superstición; pero era la clase de creencia que se había extendido por todo el mundo antiguo y que todavía existe en algunos lugares. Se creía en toda clase de espíritus y demonios. El aire estaba lleno de ellos. Tenían su morada en ciertos lugares: árboles, ríos, colinas y estanques tenían sus residentes espirituales. Además, a los pueblos antiguos les impresionaba especialmente la santidad de las aguas, y especialmente la de los ríos y las fuentes. El agua era tan valiosa, y los ríos, por otra parte, podían ser tan poderosos, que no nos sorprende que impresionaran tanto.

En el Oeste puede que no sepamos más que del agua sale de los grifos; pero en el mundo antiguo, y en muchos lugares hoy en día, el agua es el elemento más valioso y potencialmente el más peligroso. Sir J. G. Frazer, en su obra El folklore en el Antiguo Testamento (en inglés, ii, 412-423), cita muchos ejemplos de esta reverencia que inspira el agua. El gran poeta griego Hesíodo decía que, cuando una persona está a punto de vadear un río, debe rezar y lavarse las manos; porque, cuando se vadea un río con las manos sucias se incurre en la ira de los dioses. Cuando el rey persa Jerjes llegó al Estrimón, en Tracia, sus magos sacrificaron caballos blancos e hicieron otras ceremonias antes de aventurarse a cruzar. El general romano Lucilo sacrificó un toro al río Éufrates antes de cruzarlo. Hasta el día de hoy en el Sudeste de África algunas de las tribus bantu creen que los ríos están habitados por espíritus malignos que es necesario propiciar echando al río un manojo de cereal o alguna otra ofrenda antes de cruzarlo. Cuando se ahogaba alguien en un río se decía que «le habían llamado los espíritus.» Los baganda de Africa central no harán nada para rescatar a una persona que es arrastrada por el río porque piensan que son los espíritus los que la han arrebatado.

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