(ii) En tiempos de Jesús, los judíos creían en la preexistencia del alma. Realmente, esta idea la había tomado de los griegos; entre otros, de Platón. Creían que todas las almas existían antes de la creación de la raza humana en el huerto del Edén, o que estaban en el séptimo cielo o en una cierta cámara, esperando la oportunidad para entrar en un cuerpo. Los griegos habían creído que esas almas eran buenas, y que era la entrada en el cuerpo lo que las contaminaba; pero había algunos judíos que creían que las almas eran ya buenas o malas antes del nacimiento. El autor del Libro de la Sabiduría dice: «Ahora bien, yo era un niño bueno por naturaleza, y me tocó en suerte un alma buena» (Sabiduría 8:19).
En tiempos de Jesús, algunos judíos creían que la aflicción de una persona, aunque fuera de nacimiento, podía venirle de un pecado que hubiera cometido antes de nacer. Es una idea extraña, y que nos parecerá hasta fantástica; pero a su base se encuentra la idea de un universo infectado de pecado.
La alternativa era que los males que se padecían desde el nacin-fiento los causaba el pecado de los padres. La idea de que los niños heredan las consecuencias del pecado de sus padres está entretejida en todo el Antiguo Testamento. « Yo soy el Señor tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación» (Éxodo 20:5; cp. Éxodo 34:7; Números 14:18). El salmista dice del malvado: «Venga en memoria ante el Señor la maldad de sus padres, y el pecado de su madre no sea borrado» (Salmo 109:14). Isaías habla de las iniquidades de ellos y de «las iniquidades de sus padres,» y llega a decir: « Yo les mediré en el seno el pago de sus obras antiguas» (Isaías 65:6-7). Una de las ideas características del Antiguo Testamento es que Dios siempre visita, es decir, castiga, los pecados de los padres en los hijos. No debemos olvidar que nadie vive ni muere para sí mismo solamente. Cuando pecamos, ponemos en movimiento una cadena de consecuencias sin fin.
En este pasaje encontramos dos grandes principios eternos.
(i) Jesús no contesta directamente a la pregunta, ni trata de desarrollar o explicar la relación que existe entre el pecado y el sufrimiento. Dice que la aflicción de aquel hombre le vino para que hubiera una oportunidad de demostrar lo que Dios puede hacer. Esto es cierto en dos sentidos.
(a) Para Juan, los milagros son siempre una señal de la gloria y el poder de Dios. Los autores de los otros evangelios parece que tenían otro punto de vista, y los veían como una demostración de la misericordia de Jesús. Cuando Jesús vio la multitud hambrienta, tuvo compasión de ellos, porque Le parecían como ovejas sin pastor (Marcos 6:34). Cuando llegó el leproso con su angustioso ruego de limpieza, Jesús fue movido a misericordia (Marcos 1:41). Se suele insistir en que el Cuarto Evangelio es diferente en esto; pero no tenemos por qué verlo como una contradicción. Son sencillamente dos maneras distintas de ver la misma cosa. En el fondo está la suprema verdad de que la gloria de Dios se muestra en Su compasión, y que Él no revela nunca Su gloria más plenamente que cuando revela Su piedad.
(b) Hay otro sentido en que el sufrimiento humano es prueba de lo que Dios puede hacer. La aflicción, el dolor, la desilusión, la pérdida de seres queridos, son siempre oportunidades para que se despliegue la gracia de Dios. Primero, permite al paciente mostrar a Dios en acción. Cuando llega el desastre o la aflicción a una persona que no conoce a Dios, esa persona puede que se desmorone; pero cuando llegan a una persona que camina con Dios, sacan la fuerza y la belleza y la paciencia y la nobleza que hay en un corazón en el que está Dios. Se cuenta que, cuando estaba muriendo un santo de la antigüedad en una agonía de dolor, mandó a buscar a su familia diciendo: «Que vengan a ver cómo muere un cristiano.» Es cuando la vida nos asesta uno de sus golpes más terribles cuando podemos demostrarle al mundo cómo le es posible vivir y morir a un cristiano. Veamos un ejemplo: Mientras más se prolonga el sufrimiento más veo en él Tu cariñosa mano, más cerca estoy de Ti, más puro siento el amor que me aparta de lo vano y a Ti me lleva en amoroso aliento. Tú me has dado esta copa de amargura con designio de amor; de otra manera Tu mano paternal no me la diera, porque no haces sufrir a Tu criatura sin un plan que después haga patente un designio de amor beneficente. La recibo, Señor, con bendiciones; pero hazme más humilde y resignado, más grato a la riqueza de Tus dones, en Tus promesas aún más confiado y siempre alegre en lo que Tú dispones. Y si, apurada la postrera gota, permites que prolongue mi misión, anunciaré Tu amor, que no se agota, predicando en Jesús la Salvación. Y si quisieres dar por concluida esta misión, que realicé tan mal, ¡oh Roca de los Siglos, de guarida sírveme ante el divino tribunal! (Carlos Araujo Carretero, última Rima, escrita un mes antes de su muerte).