Jesús sana a diez leprosos

Cuando Jesús se dirigía hacia Jerusalén iba pasando entre Samaria y Galilea. A la entrada de una aldea le salieron al encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y empezaron a gritarle: -¡Maestro Jesús, apiádate de nosotros! -¡Id a presentaros a los sacerdotes! -les contestó Jesús cuando los vio. Mientras iban de camino, ¡su lepra desapareció! Uno de ellos, en cuanto se dio cuenta de que estaba curado, volvió adonde estaba Jesús, alabando a Dios a voces, y se postró rostro a tierra a los pies de Jesús, dándole las gracias. Aquel hombre era samaritano. Dijo Jesús: -¿No se curaron los diez? Pues, ¿dónde están los otros nueve? ¿Este extranjero es el único que ha vuelto a darle gracias a Dios?-Y, dirigiéndose al samaritano, le dijo-: ¡Hala, ponte en pie y vete! La fe que tienes es lo que ha sido tu salvación. Lucas 17:11-19

Escasez de la gratitud

Jesús iba por la línea que separaba Galilea y Samaria cuando se encontró con aquel grupo de diez leprosos. Sabemos que los judíos no se trataban con los samaritanos (Juan 4:9); sin embargo, en este grupo había por lo menos uno que era samaritano.

Aquí tenemos un ejemplo de una de las leyes de la vida: la común desgracia había roto las barreras raciales y nacionales haciéndoles olvidar las diferencias que había entre judíos y samaritanos, y recordar sólo que eran seres humanos necesitados de compañía y ayuda mutua.

Si se produce una inundación en un terreno y se reúnen diferentes clases de animales en algún lugar más alto, conviven pacíficamente los que en circunstancias normales serían enemigos y lucharían a muerte. Lo que más debería hacer que los seres humanos convivieran en paz es su común necesidad de Dios.

Los leprosos se pararon a lo lejos (véase Levítico 13:45, 46; Números 5:2). No era una distancia fija; pero una autoridad establecía que fueran por lo menos cincuenta metros los que separaran al leproso de los sanos. Ahí vemos el absoluto aislamiento en que tenían que vivir los leprosos.

Esta es la historia evangélica que nos muestra más a las claras la realidad de la ingratitud. Los leprosos clamaron a Jesús en una situación desesperada; Él los curó, y nueve de los diez no volvieron a darle las gracias. Eso es lo que suele pasar: una vez que se ha obtenido lo que se necesitaba, no se vuelve ni para dar las gracias.

(i) A menudo somos. desagradecidos con nuestros padres. Hubo una época de nuestra vida en la que, si nos hubieran abandonado unos pocos días, nos habríamos muerto. De todas las criaturas, el ser humano es el que tarda más en independizarse de sus padres. Pero a veces llega el día en que los padres son una molestia, y muchos jóvenes no están dispuestos a pagar la deuda de gratitud que les deben. W. Shakespeare pone en boca del rey Lear: « ¡Cuánto más aguda que los dientes de una serpiente es la ingratitud de un hijo!»

(ii) A menudo somos desagradecidos con nuestros semejantes. Será raro entre nosotros el que no haya recibido una ayuda considerable en algún momento de necesidad, y más raro el que haya devuelto la deuda de gratitud que contrajo. A veces un amigo, o maestro, o médico, hace algo por nosotros que nunca podremos pagar; pero lo malo es que hasta lo olvidamos.

(iii) A menudo somos desagradecidos con Dios. En algún momento de amarga necesidad hemos orado con intensidad desesperada; pero pasó aquella situación, y nos olvidamos de Dios. Dios dio a su amado Hijo por nosotros a la muerte de cruz, y muchos no le hemos dado ni siquiera las gracias. La mejor gratitud es tratar de ser un poco más dignos, o menos indignos, de su bondad y misericordia. « Bendice, alma mía al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios» (Salmo 103:2).

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