Pasado el día de reposo, al amanecer del primer día de la semana, siendo aún oscuro, vinieron María Magdalena y la otra María, la madre de Jacobo, y Salomé, compraron especias aromáticas para ir a ungirle y ver el sepulcro. Pero decían entre sí: ¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro? Pero cuando miraron, vieron removida la piedra, que era muy grande. Hubo un gran terremoto; porque un ángel del Señor, descendiendo del cielo y llegando, removió la piedra, y se sentó sobre ella. Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve. Y de miedo de él los guardas temblaron y se quedaron como muertos. Aconteció que estando ellas perplejas por esto, he aquí se pararon junto a ellas dos varones con vestiduras resplandecientes; y como tuvieron temor, y bajaron el rostro a tierra, les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Acordaos de lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día. Entonces ellas se acordaron de sus palabras. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor. E id pronto y decid a sus discípulos y a Pedro que ha resucitado de los muertos, y he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. He aquí, os lo he dicho. Y volviendo del sepulcro, dieron nuevas de todas estas cosas a los once, y a todos los demás. Eran María Magdalena, y Juana, y María madre de Jacobo, y las demás con ellas, quienes dijeron estas cosas a los apóstoles, a Simón Pedro y al otro discípulo, aquel al que amaba Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto. Mas a ellos les parecían locura las palabras de ellas, y no las creían. Pero levantándose Pedro, y el otro discípulo, y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Y bajándose a mirar, vio los lienzos puestos allí, pero no entró. Luego llegó Simón Pedro tras él, y entró en el sepulcro, y vio los lienzos puestos allí, y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, no puesto con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, que había venido primero al sepulcro; y vio, y creyó. Porque aún no habían entendido la Escritura, que era necesario que él resucitase de los muertos. Y se fue a casa maravillándose de lo que había sucedido. Mateo 28: 1-7; Marcos 16: 1-8, Lucas 24: 1-12; Juan 20: 1-9
En el relato de Mateo de la tumba vacía hay algo que encaja característicamente, y es el hecho de que María Magdalena y la otra María fueran las primeras en recibir la noticia del Señor Resucitado y en encontrarse con Él. Ellas habían estado presentes en el Gólgota; habían estado cuando se Le puso en la tumba, y ahora recibían la recompensa del amor: ellas fueron las primeras que experimentaron el gozo de la Resurrección.
Al leer esta historia de las primeras dos personas del mundo que se encontraron con el hecho de la tumba vacía y el Cristo Resucitado, tres imperativos parecen descollar.
(i) Se las desafió a creer. Aquello era tan alucinante que podría resultarles increíble. Demasiado bueno para ser verdad. El ángel les recordó la promesa de Jesús, y las colocó ante la realidad indudable de la tumba vacía. Cada una de sus palabras era una llamada a creer. Todavía sigue siendo un hecho que hay muchos que creen que las promesas de Cristo son demasiado buenas para ser verdad. Esa vacilación solo se puede disipar creyendo en Su palabra.
(ii) Se las desafió a compartir. Una vez que ellas habían descubierto por sí mismas el hecho del Cristo Resucitado, su obligación suprema era proclamarlo y compartirlo con otros. «¡Id a decirlo!», es el primer mandamiento que recibe todo aquel que ha descubierto la maravilla del Jesucristo Que ha vencido a la muerte.