Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; como le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste. Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado. Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese. Juan 17:1-5
La gloria de la cruz
Para Jesús, la vida tenía un clímax, que era la Cruz. Para Él, la Cruz era la gloria de la vida y el acceso a la gloria de la eternidad. « Ha llegado la hora -había dicho Jesús- de que el Hijo del Hombre sea glorificado» (Juan 12:23). ¿Qué quería decir Jesús cuando hablaba de la Cruz como Su gloria y Su glorificación? Se puede contestar de varias maneras.
(i) Es uno de los hechos de la Historia que una y otra vez fue en la muerte cuando las grandes figuras alcanzaron la gloria. Fue cuando murieron, y cómo murieron, lo que mostró realmente quiénes y cómo eran. Puede que fueran malentendidos, infravalorados y hasta condenados como criminales durante su vida; pero su muerte hizo ver cuál era su verdadero lugar en el esquema de las cosas.
Abraham Lincoln tuvo enemigos en la vida; pero hasta los que más le habían criticado vieron su grandeza cuando murió. Alguien salió de la habitación donde yacía Lincoln después que el disparo de un asesino acabara con su vida, diciendo: «Ahora pertenece a las edades» -queriendo decir « a la Historia» o « a la eternidad.» Stanton, su ministro de la guerra, que siempre había tenido a Lincoln como ingenuo y primitivo, y que no se había molestado en ocultarle su desprecio, inclinó la vista hacia el cuerpo muerto con lágrimas en los ojos, y dijo: «Ahí yace el mayor hombre de estado que ha conocido el mundo.»
Los ingleses mandaron a Juana de Arco a la hoguera por bruja y hereje. Entre los espectadores había un inglés que había jurado aportar su leño al fuego; pero entonces dijo: «¡Ojalá mi alma fuera adonde está ahora ya el alma de esa mujer!» Y uno de los secretarios del rey de Inglaterra abandonó la escena diciendo: «¡Estamos condenados, porque hemos quemado a una santa!»
Cuando ejecutaron a Montrose, le llevaron por la calle Alta de Edimburgo hasta la Cruz del Mercado. Sus enemigos habían azuzado a la multitud para que le insultara, y hasta habían repartido municiones para que se las arrojaran; pero no se elevó ninguna voz para maldecirle ni mano para herirle. Llevaba puesta su mejor ropa, con cintas en los zapatos y elegantes guantes blancos en las manos. James Frazer, un testigo presencial, dijo: «Bajó la calle con tal señorío, y tanta nobleza, majestad y dignidad reflejaba su rostro, que alucinaba a los espectadores, y muchos de sus enemigos reconocieron que era el hombre más valiente del mundo, dotado de una gallardía que abarcaba a toda la multitud.» John Nicoll, el notario, testificó que Montrose parecía más uno que iba a su boda que un criminal a su ejecución. Un inglés que estaba entre el gentío, agente del gobierno, informó a sus superiores: «Está fuera de toda duda que ha conquistado a más hombres en Escocia con su muerte que habría conquistado si hubiera vivido. Porque yo no he visto un hombre con un porte más digno en toda mi vida.»