No hay duda que esta parábola nos enseña ciertas cosas importantísimas acerca de la oración:
(i) Ningún orgulloso puede orar. La puerta del Cielo tiene el dintel tan bajo que no se puede entrar más que de rodillas.
No ya he de gloriarme jamás, ¡oh Dios mío! de aquellos deberes que un día cumplí. Mi gloria era vana; confío tan sólo en Cristo y su sangre vertida por mí. José M. De Mora
(ii) Nadie que desprecie a sus semejantes puede orar. En la oración no nos podemos encumbrar por encima de los demás. Recordamos que somos cada uno parte de una humanidad pecadora, doliente e indigna, que se arrodilla ante el trono de la gracia de Dios.
(iii) La verdadera oración brota cuando colocamos nuestras vidas al lado de la vida de Dios. Sin duda todo lo que dijo el fariseo era verdad: ayunaba; diezmaba meticulosamente; no era como los hombres que menciona, y menos como el publicano.
Pero la pregunta no es: «¿Soy yo tan bueno como mis semejantes?», sino: « ¿Soy yo tan bueno como Dios?» Una vez hice un viaje en tren a Inglaterra. Cuando pasábamos por los montes de Yorkshire vi una casa de campo enjalbegada que parecía irradiar blancura inmaculada. Unos días después, al volver a Escocia, había nevado; y cuando vi la cabañita, me pareció sucia y casi gris en comparación con la blancura virginal del paisaje.
Todo depende de con qué nos comparamos. Cuando ponemos nuestra vida al lado de la de Jesús y al lado de la santidad de Dios, todo lo que podemos decir es: «Dios, ten misericordia de este pecador que soy yo.»
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