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Jesús narra la parábola de los dos hijos

¿Y qué os parece lo que voy a decir? Un hombre tenía dos hijos, y llamando al primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña; y él respondió: No quiero. Pero después, arrepentido, fue. Llamando al segundo, le dijo lo mismo, y aunque él respondió: Voy, Señor, no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre? El primero, dijeron ellos. Y Jesús prosiguió: En verdad os digo que los publicanos y las rameras os precederán y entrarán en el reino de Dios: por cuanto vino Juan a vosotros por las sendas de la justicia, y no le creísteis; al mismo tiempo que los publicanos y las rameras le creyeron. Mas vosotros ni con ver esto os movisteis después a penitencia para creer en él. Mateo 21: 28-32

El sentido de esta parábola está claro como el agua. Los dirigentes judíos eran los que decían que obedecerían a Dios, pero no lo hicieron; los publicanos y las rameras eran los que decían que vivirían su vida, pero siguieron el camino de Dios.

La clave de la interpretación correcta de esta parábola está en que no alaba realmente a ninguno de los dos hijos. Nos presenta el retrato de dos clases de personas muy imperfectas, de las que una clase es sin embargo mejor que la otra. Ninguno de los dos hijos de la parábola era la clase de hijo que le produce una gran satisfacción y alegría a su padre. Los dos dejaban mucho que desear; pero el que al final obedeció era incalculablemente mejor que el otro. El hijo ideal habría sido el que aceptara las órdenes del padre con obediencia y respeto, y que las cumpliera sin discusión ni demora. Pero hay verdades en esta parábola que van más allá de la situación en que se pronunció por primera vez.

Nos dice que hay dos clases de personas muy corrientes en este mundo. La primera son las personas cuya profesión es mucho mejor que su práctica. Prometen y se comprometen a cualquier cosa; hacen grandes protestas de piedad y de fidelidad; pero se quedan muy atrás en la práctica y el cumplimiento. La segunda son aquellos cuya práctica es mucho mejor que su profesión. Pretenden ser inflexibles materialistas hasta la médula, pero a veces los descubrimos haciendo cosas amables y generosas casi en secreto, como si les diera vergüenza. Profesan no tener ningún interés en la iglesia ni en la religión, y sin embargo, cuando se llega al grano, viven vidas más cristianas que muchos que se confiesan cristianos.

Todos nos hemos encontrado con gente así, con algunos cuya práctica está a mucha distancia de la piedad que profesan, y con otros cuya práctica está muy por delante de la profesión cínica y hasta atea que hacen a veces. La verdadera lección de la parábola es que, aunque la segunda ciase es con mucho preferible a la primera, ninguna de las dos es perfecta. La persona realmente buena es aquella en que se dan en armonía la profesión y la práctica. Además, esta parábola nos enseña que las promesas no pueden nunca ocupar el lugar de las obras, y que las palabras bonitas nunca pueden sustituir a las buenas obras. El hijo que dijo que iría, y no fue, tenía todos los síntomas de la cortesía y del respeto. Al contestar a su padre le llamó «señor» con todo respeto; pero la cortesía que no pasa de palabras es totalmente ilusoria. La verdadera cortesía es la obediencia voluntaria y agradablemente otorgada. Por otra parte, la parábola nos enseña que uno puede echar a perder muy fácilmente lo bueno que haga por la manera como lo haga. Puede hacer una cosa que esté bien con una falta de gracia y de agrado que echa a perder toda la obra. Aquí aprendemos que la manera cristiana está en la promesa y en su cumplimiento, y que la señal del cristiano es la obediencia cortés y amablemente cumplida.

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