(iv) Jesús murió con una oración en sus labios: «¡Padre, dejo mi espíritu en tus manos!» Es una cita del Salmo 31:5. Ese versículo era la oración que pronunciaba un niño judío al acostarse por la noche. Jesús hizo aún más tierna la oración confiada añadiéndole la palabra Padre. Aun en la cruz, la muerte era para Jesús como el quedarse dormido en los brazos de su Padre.
(v) La muerte de Jesús impresionó vivamente al centurión y a la multitud. Su muerte tuvo el efecto que no había tenido su vida: quebrantó el duro corazón humano. Ya se estaba cumpliendo el dicho de Jesús: «Cuando me levanten de la tierra, atraeré hacia Mí a todos los hombres» (Juan 12:32). El imán de la Cruz había empezado a producir efecto en el mismo momento de la muerte de Jesús.
Al final, Jesús no estaba completamente solo. Cerca de la Cruz había cuatro mujeres que Le amaban. Se ha explicado su presencia diciendo que, en aquel tiempo, las mujeres tenían tan poca importancia que nadie se fijaba en las discípulas, y por eso estas mujeres no corrían mucho riesgo al acercarse a la Cruz de Jesús. Pero siempre era peligroso, y para todo el mundo, asociarse con una Persona Que el gobierno romano consideraba lo suficientemente peligrosa como para merecer la Cruz. Siempre es peligroso mostrar afecto por Alguien Que los ortodoxos consideran un hereje. La presencia de estas mujeres cerca de la Cruz no era debida al hecho de que fueran tan poco importantes que nadie les prestaba atención, sino al hecho de que el perfecto amor destierra el temor.
Eran un curioso grupo. De una, María la mujer de Cleofás, no sabemos nada; pero sí de las otras tres.
(i) Allí estaba María, la Madre de Jesús. Puede que no llegara a comprenderlo todo, pero sí a amar totalmente. Su presencia allí era la cosa más natural del mundo para una madre. Puede que Jesús fuera un criminal a los ojos de la ley, pero era su Hijo. Como lo expresó Kipling: Si me ahorcaran en el más alto cerro, yo sé qué amor allí me seguiría, ¡oh madre mía, sí, oh madre mía! Y si me hundiera en lo hondo de los mares, sé qué llanto hasta mí descendería, ¡oh madre mía, sí, oh madre mía! Si condenado de alma y cuerpo fuera, sé la oración que me redimiría, ¡oh madre mía, sí, oh madre mía! El amor eterno de todas las madres estaba representado en María al pie de la Cruz.
(ii) Allí estaba la hermana de Su Madre. Juan no la nombra; pero si estudiamos los pasajes paralelos resulta claro que era Salomé, la madre de Santiago y de Juan (Marcos 15:40; Mateo 27:56). Lo curioso es que Jesús le había dirigido unas serias palabras de reprensión cuando vino a Él para pedirle que les concediera a sus hijos los puestos más importantes de Su Reino, y Jesús le enseñó lo equivocados que eran sus deseos ambiciosos (Mateo 20:20). Salomé era la mujer que Jesús había reprendido -¡y allí estaba, al pies de la Cruz! Su presencia la honra; nos la muestra como una mujer que era suficientemente humilde para aceptar la reprensión y seguir amando con la más completa devoción. Y en cuanto a Jesús, nos muestra que Su reprensión nunca ocultaba, sino revelaba Su amor. La presencia de Salomé al pie de la Cruz es una lección para nosotros acerca de cómo se debe dar y cómo se debe recibir una corrección.
(iii) Allí estaba María Magdalena. Todo lo que sabemos de ella es que Jesús la había librado de siete demonios (Marcos 16:9; Lucas 8:2). Nunca pudo olvidar lo que Jesús había hecho por ella: el amor de Jesús la había rescatado, y el amor que ella Le tenía no podía morir. El lema de María, escrito en su corazón, era: «Jamás olvidaré lo que Él hizo por mí.»
Pero en este pasaje hay algo que es una de las cosas más encantadoras de toda la historia evangélica. Cuando Jesús vio a Su Madre, no pudo por menos de pensar en los días por venir. No se la podía confiar a Sus hermanos, porque, hasta entonces, no creían en Él (Juan 7:5). Y, después de todo, Juan estaba doblemente cualificado para el servicio que Jesús le encomendó: era primo de Jesús y sobrino de María, y era el discípulo amado de Jesús. Así es que Jesús confió a María al cuidado de Juan, y a Juan al cuidado de María, de forma que se consolaran mutuamente de Su partida. Hay algo infinitamente conmovedor en el hecho de que Jesús, en la agonía de la Cruz, cuando la Salvación del mundo estaba en juego y dependía exclusivamente de Él, considerara la soledad en que quedaría Su Madre en los días por venir. Él nunca olvidó los deberes que Le concernían y que estaba en Su mano cumplir. Era el Hijo primogénito de María; y, aun en el momento de Su batalla cósmica, no Se olvidó de las cosas más sencillas que concernían a Su hogar. Hasta el mismo final de Su vida en la Tierra, aun sobre la Cruz, Jesús está pensando más en los dolores de otros que en los Suyos.