La revelación deslumbrante
Este pasaje se divide naturalmente en tres secciones.
(i) Tenemos .el relato de las cosas sorprendentes que sucedieron cuando murió Jesús. Ya las tomemos literalmente o no, nos enseñan dos grandes verdades.
(a) El velo del templo se rasgó de arriba abajo. Ese era el velo que cubría la entrada del Lugar Santísimo, al otro lado del cual no podía entrar más que el sumo sacerdote el día de la Expiación; era el velo que, ocultaba la presencia del Espíritu de Dios: Aquí hay un profundo simbolismo. Hasta ese momento, Dios había estado oculto y remoto, y nadie sabía cómo era. Pero, en la muerte de Jesús vemos el amor oculto de Dios, y el acceso a la presencia de Dios qué había estado cerrado a toda la humanidad está ahora abierto.. La vida y la muerte de Jesús nos muestran cómo es Dios, y quitan para siempre el velo que Le ocultaba a la humanidad.
(b) Se abrieron las tumbas. La verdad que esto nos revela es que Jesús conquistó la muerte. Al morir y resucitar, Él destruyó el poder de la tumba. A causa de Su vida, Su muerte y Su Resurrección, la tumba ha perdido su poder, el sepulcro ha perdido su terror, la muerte ha perdido su tragedia. Porque estamos seguros de que, como Él vive, nosotros también viviremos:
(ii) Tenemos el relato, de la adoración del centurión. Jesús había dicho: « Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a Mí a todas las personas» (Juan 12:32). Jesús anunció el poder magnético de la Cruz; y el centurión fue su primer fruto. La Cruz le movió a ver la majestad- de Jesús, como ninguna otra cosa le había movido.
(iii) Tenemos la sencilla mención de las mujeres que vieron el final. Todos los discípulos Le abandonaron y huyeron, pero las, mujeres se mantuvieron. Se ha dicho que, al contrario que los hombres, las mujeres no tenían nada que temer, porque su posición pública era tan poco importante que nadie se fijaría en las discípulas. Pero á más que eso. Estaban allí porque amaban a Jesús; y para ellas, como para tantos otros, el perfecto amor desecha el temor.
Aquí llegamos a la última escena, una escena tan terrible que el mismo cielo se oscureció inexplicablemente y parecía que hasta la naturaleza no podía soportar el ver lo que estaba sucediendo. Fijémonos en algunos de los personajes que aparecen en esta escena.
(i) Estaba Jesús. Jesús habló dos veces.
(a) Profirió el terrible grito: « ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué Me has abandonado?» Hay un misterio en ese grito que no podemos sondear. Puede que fuera que Jesús había tomado sobre Sí esta vida nuestra; había realizado nuestro trabajo, y arrostrado nuestras tentaciones, y soportado nuestras luchas; había sufrido todo lo que la vida puede imponer; había conocido el fallo de Sus amigos, el odio de Sus enemigos, la malicia de Sus adversarios; había experimentado el dolor más agudo que la vida pueda ofrecer. Hasta este momento Jesús había pasado por todas las experiencias de la vida excepto una: no había conocido las consecuencias del pecado. Ahora bien, si hay algo que haga el pecado es separarnos de Dios. Pone entre nosotros y Dios una barrera realmente infranqueable. Esa era la única experiencia humana por la que Jesús no había pasado nunca, porque Él fue sin pecado. Puede ser que en este momento Le sobreviniera esa experiencia -no porque hubiera pecado, sino porque, a fin de identificarse totalmente con nuestra humanidad, tenía que pasarla. En este momento inflexible e inexorable Jesús Se identificó real y totalmente con el pecado humano. Aquí tenemos la paradoja divina: Jesús supo lo que era ser un pecador, y esta experiencia debe de haber sido incalculablemente agonizante para Jesús, porque Él nunca había conocido lo que era estar separado de Dios por esta barrera. Por eso Él puede comprender tan bien nuestra situación. Por eso no tenemos por qué tener nunca miedo de acudir a Él cuando el pecado nos deja incomunicados con Dios. Porque Él lo ha pasado, puede ayudar a los que lo estén pasando. No hay sima de experiencia humana que Cristo no haya sondeado.