Nadie enciende una candela para ponerla en un lugar escondido, ni debajo de un celemín; sino sobre un candelero, para que los que entran vean la luz. Antorcha de tu cuerpo son tus ojos. Si tu ojo estuviere puro, todo tu cuerpo será alumbrado; mas si estuviere dañado, también tu cuerpo estará lleno de tinieblas. Cuida, pues, de que la luz que hay en ti, no sea tinieblas; porque si tu cuerpo estuviere todo iluminado, sin tener parte alguna oscura, todo lo demás será luminoso, y como antorcha luciente te alumbrará. Lucas 11:33-36
El corazón entenebrecido
Jesús siguió diciéndoles: No se enciende una vela para encerrarla en un armario oponerla debajo de un cajón, sino para ponerla en el candelero, para que vean los que entran en la habitación. Las ventanas por las que entra la luz al cuerpo son los ojos; cuando los ojos están como es debido, todo el cuerpo tiene toda la luz que necesita; pero cuando los ojos están malos, el cuerpo está en tinieblas. Ándate con cuidado, no sea que lo que debiera darte luz esté apagado. Así es que, si todo tu cuerpo está iluminado, sin ningún rincón oscuro, es como cuando hay una lámpara en la habitación, que lo ilumina todo con su luz.
No es fácil entender este pasaje, pero es probable que lo que se nos quiere decir sea lo siguiente. El cuerpo depende de los ojos para captar la luz; si están sanos, el cuerpo recibe la luz que necesita; pero, si están enfermos, la luz se convierte en oscuridad. De la misma manera, la luz de la vida depende del corazón; si éste es como es debido, toda la vida está iluminada; si no, toda la vida está en tinieblas. Jesús nos advierte que comprobemos que la luz interior está encendida.
¿Qué es lo que oscurece la luz interior? ¿Qué es lo que puede fallar en nuestro corazón?
(i) El corazón se nos puede endurecer. A veces, cuando tenemos que hacer algo con las manos a lo que no estamos acostumbrados, se nos irrita la piel, y nos produce dolor; pero, si lo hacemos con cierta frecuencia, se nos endurece la piel y podemos hacer sin problemas lo que nos hacía daño. Y lo mismo con el corazón. La primera vez que hacemos lo que no debemos sentimos temor y hasta dolor de corazón. Cada vez que lo repetimos sentimos menos temor, hasta que por último no nos produce ni la más mínima inquietud. El pecado tiene un poder endurecedor terrible. No hay nadie que haya dado el primer paso hacia el pecado sin sentir la advertencia de su corazón; pero si comete ese pecado repetidas veces, llegará un momento cuando lo haga como si tal cosa. Lo que antes nos daba miedo o reparo, luego se convierte en un hábito. A nadie le podemos echar la culpa nada más que a nosotros mismos por haber llegado a ese estado.
(ii) El corazón se nos puede insensibilizar. Es trágico cómo nos acostumbramos a aceptar las cosas. Al principio sentimos dolor en nuestros corazones al contemplar el sufrimiento y el dolor del mundo; pero muchos acaban por acostumbrarse y aceptarlo sin sentirlo ni lo más mínimo.
Está demostrado que muchas personas sienten más intensamente las cosas cuando son jóvenes que más adelante en la vida. Eso es especialmente cierto en relación con la Cruz de Jesucristo. Florence Barclay nos cuenta cuando la llevaron por primera vez a la iglesia cuando era niña. Era Viernes Santo, y leyeron toda la historia de la crucifixión. Ella escuchó con atención la negación de Pedro y la traición de Judas; oyó todo lo que dijo Pilato en el juicio; vio la corona de espinas, y las bofetadas de los soldados; oyó que les entregaron a Jesús para que le crucificaran y, cuando llegaron las palabras «Y le crucificaron allí», parecía que a ninguno de los que estaban en la iglesia le importaba; pero la niña escondió la carita en el abrigo de su madre llorando amargamente, y,,su vocecita quebrantada recorrió el silencio de la iglesia: «¿Por qué le hicieron eso? ¿Por qué se lo hicieron?»
Así es como deberíamos sentir todos la Cruz; pero lo hemos oído tantas veces que ya no nos hace ninguna impresión. Que Dios nos guarde de tener un corazón que ha perdido el poder de sentir la agonía de la Cruz –que Cristo sufrió por nosotros.
(iii) El corazón se nos puede volver rebelde. Una persona puede llegar a saber lo que debe hacer, y hacer lo contrario; sentir la mano de Dios sobre su hombro, y encogerlo y retirarlo, y seguir el camino que conduce al país lejano cuando Dios la está llamando para que vuelva a casa. ¡Que Dios nos libre de tener un corazón entenebrecido!