(e) La otra cara de esto es que la parábola esconde la verdad de los que son demasiado perezosos para pensar, o están demasiado cegados por prejuicios para ver. Deja la responsabilidad clara y justamente al individuo. Le revela la verdad al que desea la verdad, y se la oculta al que no quiere verla.
(f) Hay algo más que se debe recordar. La parábola, tal como la usaba Jesús, era hablada; no leída. Tenía que hacer un impacto inmediato, no tras largo estudio con diccionarios y comentarios.
Hacía brillar la verdad como el relámpago ilumina repentinamente la noche oscura. En nuestro estudio de las parábolas, esto quiere decir dos cosas para nosotros. La primera, quiere decir que debemos reunir toda la información que podamos acerca de la vida en Palestina en aquel tiempo -especialmente en aquellos detalles en que fuera muy diferente de la nuestra actualmente en España, al otro lado del Mediterráneo, o donde estemos- para que la
parábola nos impacte como a los que la escucharon por primera vez. Tenemos que pensar y estudiar y figurarnos que somos los que estaban escuchando a Jesús.
La segunda, quiere decir que una parábola, hablando en general, tendrá sólo una lección. Una parábola no es una alegoría; esta es una historia en la que todos los detalles encierran un significado; una alegoría tiene que leerse y estudiarse; pero una parábola se escucha. Debemos tener cuidado para no hacer de las parábolas alegorías, y recordar que estaban diseñadas para hacer que una verdad impactante se le iluminara a cada uno en cuanto la oyera.
Aquí tenemos un cuadro que cualquiera entendería en Palestina. Aquí vemos claramente a Jesús usando el aquí y ahora para llegar al allí y entonces. Lo que es probable que estuviera sucediendo es que, cuando Jesús estaba usando la barca como púlpito, en uno de los campos cerca de la orilla había un sembrador sembrando en aquel momento; y Jesús tomó a aquel sembrador, al que todos podían ver, como texto de predicación, y empezó: «¡Fijaos en ese sembrador que está sembrando la semilla en ese campo!» Jesús empezó por algo que en aquel preciso momento todos podían ver, para abrir sus mentes a la verdad que todavía no habían visto.
En Palestina tenían dos maneras de hacer la siembra. El sembrador podía ir lanzando la semilla mientras andaba arriba y abajo por su campo. Si soplaba el viento, se llevaría parte de la semilla a toda clase de sitios, y a veces hasta fuera del campo. La segunda manera era más perezosa, pero de uso corriente. Consistía en ponerle encima a un burro un saco de semilla, cortarle o abrirle un agujero y hacer que el animal recorriera el campo mientras la semilla iba cayendo. En este caso, también algunas semillas caerían en sitios menos preparados o cerca del sendero cuando se
acercara por allí el animal o lo cruzara.
En Palestina los campos eran largos y estrechos, y estaban separados solo por los senderos, por los que podía pasar todo el mundo, lo que quiere decir que estaban endurecidos por el constante paso de gente y animales. Eso era lo que quería decir Jesús al hablar del borde del sendero. La semilla que cayera allí -y era normal que cayera alguna, de cualquier forma que se sembrara- no tenía más posibilidad de penetrar en la tierra que si hubiera caído en la carretera.
Lo que traducimos como el terreno pedregoso no es que estuviera lleno de piedras, sino algo corriente en Palestina: había una capa poco profunda de tierra sobre grandes lanchas de roca caliza. A lo mejor no había más que unos pocos centímetros de tierra encima de la roca. En tal caso, la semilla germinaría más pronto que en terreno más profundo, porque la tierra se calentaría antes cuando saliera el sol; pero cuando las raíces tiraran para abajo buscando nutrientes y humedad, se encontrarían con la roca, y el sol se encargaría de agostar la poca vida que tuviera.