(iii) Dios sabe lo que es sufrir la tentación. La vida de Jesús nos presenta, no la serenidad, sino la lucha de Dios. Era fácil imaginarse a Dios viviendo en una serenidad y paz que no podían alterar las tensiones de este mundo; pero Jesús nos muestra a Dios pasando por todas nuestras angustias. Dios no es como un general que dirige a su ejército desde una posición cómoda y segura, sino que está con nosotros en primera línea.
(iv) En Jesús vemos a Dios amándonos. Cuando hay amor, se siente el dolor. Si nos pudiéramos mantener absolutamente distantes; si pudiéramos organizar la vida de tal manera que nada ni nadie nos importara, no habría tal cosa como tristeza, dolor o ansiedad. Pero en Jesús vemos a Dios preocupándose intensamente, anhelando relacionarse con la humanidad, sintiendo entrañablemente por y con las personas, amándolas hasta el punto de llevar en Su corazón las heridas del amor.
(v) En Jesús vemos a Dios en la Cruz. No hay nada más increíble en el mundo. Es fácil imaginarse a un dios que condena a la gente; y más aún a un dios que, si las personas se le oponen, las elimina. Nadie habría soñado con un Dios que eligió la Cruz para salvar a la humanidad.
« ¡El que Me ha visto ha visto al Padre!» Jesús es la revelación de Dios, por mucho que esa revelación inunde la inteligencia humana de sorpresa y de admiración increíble.
Jesús pasa a decir otra cosa. La absoluta unicidad de Dios era algo que los judíos nunca podrían olvidar. Los judíos eran monoteístas a ultranza. El peligro de la fe cristiana es colocar a Jesús como una especie de dios secundario; pero el mismo Jesús insistía en que lo que Él decía y hacía no era el producto de Su propia iniciativa y capacidad, sino que lo decía y hacía el mismo Dios. Sus palabras eran la voz de Dios hablando a la humanidad; Sus obras eran el resultado del poder de Dios fluyendo a través de Él para alcanzar a las personas. Él era realmente el canal por el que Dios venía a la humanidad.
Vamos a tomar dos analogías sencillas e imperfectas de la relación entre maestro y alumno. El doctor Lewis Muirhead decía del gran expositor cristiano A. B. Bruce que «la gente venía a ver en el hombre la gloria de Dios.» Un maestro tiene la responsabilidad de transmitir algo de la gloria de su asignatura a sus alumnos; y el que enseña acerca de Jesucristo puede, si es lo bastante consagrado, transmitir la visión y la presencia de Dios a sus estudiantes. Eso es lo que hacía A. B. Bruce; y, en un grado infinitamente mayor, es lo que hacía Jesús. El vino a transmitir a la humanidad la gloria y el amor y la presencia y la visión de Dios.
Y aquí tenemos otra analogía. Un profesor transmite a sus estudiantes, no sólo lo que sabe, sino, principalmente, lo que es, algo de sí mismo. Muchas veces descubrimos en el joven investigador o profesor la impronta del que fue clave en su formación; y lo mismo en el joven predicador, no sólo las ideas, sino también los gestos y formas de expresión del pastor al que ha amado y bajo cuyo ministerio se ha formado, hasta tal punto que a veces nos parece estar escuchando o viendo ministrar al pastor anterior. Y eso se nota tanto más cuanto más estrecha y entrañable haya sido la relación entre el profesor y el estudiante, o entre el pastor y el creyente. Y esto resulta mucho más fácil de detectar, como es natural, en el caso de padres y madres e hijos e hijas.
Esa fue y es la influencia de Jesús, pero en un grado incalculablemente mayor. Él trajo a la humanidad el acento y el mensaje y la mente y el corazón de Dios.
Debemos recordar de cuando en cuando que Dios está en todo. No fue una expedición que Él escogiera la que hizo Jesús al mundo. No lo hizo para suavizar el duro corazón de Dios. Vino porque Dios Le envió, porque de tal manera amó al mundo. Detrás de Jesús, y en Él, estaba Dios.
Jesús siguió haciendo una declaración y ofreciendo una prueba basada en Sus palabras y en Sus obras.
(i) Él proponía que se Le sometiera a la prueba de lo que decía. Es como si Jesús dijera: «Cuando Me escucháis a Mí, ¿es que no os dais cuenta en seguida de que lo que estoy diciendo es la verdad de Dios?» Las palabras de los genios son autoevidentes. Cuando leemos a un gran poeta no podemos decir en la mayoría de los casos por qué es tan bueno y por qué nos conquista el corazón. Puede que analicemos su técnica; pero, a fin de cuentas, hay algo que desafía al análisis pero que se puede reconocer inmediatamente. Eso y más es lo que nos sucede con las palabras de Jesús. Cuando las oímos o leemos, no podemos por menos de decirnos: « ¡Si todo el mundo viviera de acuerdo con estos principios, qué diferente sería el mundo! Y si yo pudiera vivir de acuerdo con estos principios, ¡qué diferente sería yo!»