También han oído ustedes que se dijo a los antepasados: ‹No dejes de cumplir lo que hayas ofrecido al Señor bajo juramento.› Pero yo les digo: simplemente, no juren. No juren por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni juren ustedes tampoco por su propia cabeza, porque no pueden hacer blanco o negro ni un solo cabello. Baste con decir claramente ‹si› o ‹no›. Pues lo que se aparta de esto, es malo. Mateo 5:33-37
Una de las cosas que nos extrañan en el Sermón del Monte es el número de ocasiones en que Jesús les recuerda a los judíos cosas que ya sabían. Sus maestros ya les habían insistido en la obligación suprema de decir la verdad. «El mundo se mantiene en pie sobre tres cosas: la justicia, la verdad y la paz.» «Cuatro tipos de personas son excluidas de la presencia de Dios: el burlón, el hipócrita, el mentiroso y el divulgador de calumnias.» «El que ha dado su palabra y luego cambia es tan malo como el idólatra.» La escuela de Sammay estaba tan casada con la verdad que prohibía los cumplimientos -«cumplo y miento», que decía don Juan Fliedner de la sociedad; como, por ejemplo, el decirle a la novia que estaba encantadora cuando la verdad era que estaba corriente, si acaso.
Los maestros judíos insistían todavía más en la verdad si se había reforzado con un juramento. Este principio se establece repetidamente en el Nuevo Testamento. El mandamiento decía: «No pronunciarás el nombre del Señor tu Dios en vano; porque el Señor no dará por inocente al que pronuncie Su nombre en vano» (Éxodo 20:7). Ese mandamiento no se refiere exclusiva ni necesariamente a las blasfemias, sino a jurar que una cosa es verdad cuando no lo es, o cuando se hace algún juramento en falso. (Jurar es «Afirmar o negar una cosa, poniendo por testigo a Dios, o en sí mismo o en sus criaturas», según el primer sentido que recoge el Diccionario de la Real Academia Española. «Cuando alguien haga un voto al Señor, o haga un juramento ligando su alma con alguna obligación, no quebrantará su palabra; hará conforme a todo lo que salió de su boca» (Números 30:2). «Cuando hagas voto al Señor tu Dios, no tardes en pagarlo, porque ciertamente te lo demandará el Señor tu Dios, y cargarías con un pecado» (Deuteronomio 23:21). Pero en tiempos de Jesús había dos cosas reprobables sobre los juramentos. La primera era lo que podríamos llamar los juramentos frívolos, el tomar o hacer juramento cuando no era necesario ni adecuado. Se había hecho muy corriente el empezar una aseveración diciendo: «¡Por mi vida!», o «¡Por mi cabeza!», o «¡Que no vea yo el consuelo de Israel si…!» Los rabinos establecían que el usar cualquier fórmula de juramento en una simple aserción era pecado. «El sí de los justos es sí –decía– y su no es no.»
Es necesario hacer aquí una seria advertencia, y más aún a los hispanohablantes. Demasiado a menudo se usa un lenguaje de lo más sagrado sin la menor necesidad ni sentido. Se pronuncian nombres sagrados sin el menor sentido ni relevancia. Los nombres sagrados deben reservarse para temas sagrados. La segunda costumbre judía era, en cierto sentido, todavía peor. Se podrían llamar juramentos evasivos. Los judíos dividían los juramentos en dos clases: los que eran absolutamente vinculantes, y los que no. Cualquier juramento que incluía el nombre de Dios era absolutamente vinculante; cualquier juramento que se las ingeniaba para evitar en nombre de Dios, no era vinculante. El resultado era que, si una persona juraba por el nombre de Dios en cualquier forma, estaría obligada a cumplir su juramento; pero, si hacía un juramento por el Cielo, o por la Tierra, o por Jerusalén, o por su cabeza, se sentía perfectamente libre para incumplirlo. En consecuencia, se hacían verdaderas virguerías en este arte de la evasión en los juramentos. La idea detrás de todo esto era que, si se usaba el nombre de Dios, Dios era parte de la transacción; mientras que si no se Le nombraba, no tenía nada que ver con el asunto.
El principio que Jesús establece está muy claro. En efecto, lo que Jesús dice es que, lejos de tener que hacer a Dios parte en ningún asunto, no se Le puede excluir de ninguno. Dios está en todo. El Cielo es el trono de Dios; la Tierra es el estrado de Sus pies; Jerusalén es la ciudad de Dios; la cabeza de un hombre no le pertenece a él, sino a Dios; su vida pertenece a Dios; no hay nada en el mundo que no pertenezca a Dios; y, por tanto, el que se Le nombre con todas las letras o no, no es esencial; el hecho es que Dios está en todo.
Aquí tenemos una gran verdad eterna. La vida no se puede dividir en compartimientos estancos, en algunos de los cuales está Dios y en otros no. No puede haber una clase de lenguaje en la iglesia, y otra en el mercado, en la fábrica o en la oficina. No puede haber un nivel de conducta en la iglesia y otro en el mundo de los negocios. El hecho es que Dios no necesita que se Le invite a ciertos departamentos de la vida, y se Le impida la entrada en otros. Está en todo; en toda la vida y en todas las actividades. No oye sólo lo que Le decimos en la iglesia dirigiéndonos a Él por nombre. Lo oye todo. No puede haber ciertas expresiones que eviten que esté implicado en una transacción. Consideraremos sagradas todas las promesas si tenemos presente que siempre se hacen en Su presencia.
- Páginas:
- 1
- 2
- Páginas:
- 1
- 2