Jesús enseña a orar

Cuando ustedes oren, no sean como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para que la gente los vea. Les aseguro que con eso ya tienen su premio. Pero tú, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre en secreto. Y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te dará tu premio. Y al orar no repitan ustedes palabras inútiles, como hacen los paganos, que se imaginan que cuanto más hablen más caso les hará Dios. No sean como ellos, porque su Padre ya sabe lo que ustedes necesitan, antes que se lo pidan. Ustedes deben orar así: Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra, así como se hace en el cielo. Danos hoy el pan que necesitamos. Perdónanos el mal que hemos hecho, así como nosotros hemos perdonado a los que nos han hecho mal. No nos expongas a la tentación, sino líbranos del maligno. Porque si ustedes perdonan a otros el mal que les han hecho, su Padre que está en el cielo los perdonará también a ustedes; pero si no perdonan a otros, tampoco su Padre les perdonará a ustedes sus pecados. Mateo 6:5-15; Lucas 11:2-4

La liturgia judía proveía oraciones fijas para todas las ocasiones. Sería difícil encontrar un suceso o una situación de la vida que no tuviera su fórmula de oración particular. Había oraciones para antes y después de cada comida; en relación con la luz, el fuego, el rayo; al ver la luna nueva, cometas, lluvia, tempestad, el mar, lagos, ríos; al recibir buenas noticias, al estrenar nuevos muebles, al entrar o salir de una ciudad, etc., etc. Todo tenía su oración.

Está claro que aquí hay algo infinitamente precioso. Revela la intención de que todo lo que suceda en la vida se traiga a la presencia de Dios. Pero, precisamente porque las oraciones se prescribían tan meticulosa y literalmente, todo el sistema se prestaba al formulismo, y el peligro era que se musitaran las oraciones dándoles muy poco sentido. La tendencia era repetir rutinariamente la oración correcta en el momento correcto. Los grandes rabinos lo reconocían y trataban de evitarlo. «Si una persona -enseñaban- dice sus oraciones para salir del paso, eso no es orar.» «No consideres la oración un deber formal, sino un acto de humildad para obtener la misericordia de Dios.» Rabí Eliezer estaba tan preocupado con el peligro del formulismo que tenía la costumbre de componer una oración nueva todos los días, para que fuera siempre algo fresco. Está muy claro que esta clase de peligro no está confinada a la religión judía. Hasta los que empiezan siendo momentos devocionales pueden acabar en el formalismo de un punto rígido y ritualista del horario.

Y además, el devoto judío tenía horas fijas de oración. Eran la tercia, la sexta y la nona, es decir, las nueve de la mañana, las doce del mediodía y las tres de la tarde. Se encontrara donde se encontrara estaba obligado a orar. Podría ser, sin duda, que se acordara de Dios genuinamente; pero también podría ser que estuviera cumpliendo con un formalismo habitual. Los musulmanes tienen la misma costumbre.

Se cuenta que un musulmán iba persiguiendo a un enemigo con la daga desenvainada para matarle. El almuédano hizo la llamada; el hombre se paró, desenrolló su esterilla de oración, se arrodilló y rezó todo lo de prisa que pudo; luego se levantó y siguió con su persecución asesina. Es precioso esto de acordarse de Dios por lo menos tres veces al día; pero existe el peligro muy real de que se haga esto tres veces al día hasta sin pensar en Dios.

Existía la tendencia a relacionar la oración con ciertos lugares, y especialmente con la sinagoga. Es innegablemente cierto que hay algunos lugares en los que se siente a Dios más cerca; pero había algunos rabinos que llegaban hasta a decir que la oración no era eficaz a menos que se ofreciera en el templo o en la sinagoga. Así se produjo la costumbre de ir al templo a las horas de oración.

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