Seguramente había oído a Jesús desde el borde de la multitud, y había creído que Él podía tenderle la mano para sacarla del cieno. Llevaba alrededor del cuello, como todas las mujeres judías, un frasquito de alabastro que contenía esencia, que era algo bien costoso. Se lo quería derramar a Jesús en los pies, porque era todo lo que podía ofrecerle.
Pero, cuando le vio, no pudo contener las lágrimas, que literalmente le regaron los pies. El aparecer en público con el pelo suelto era una señal de desvergüenza en una mujer judía.
Las jóvenes se sujetaban el pelo el día de su boda, y ya no volvían a llevarlo suelto nunca más en público. El hecho de que esta mujer se lo soltara fue señal de hasta qué punto se había olvidado de todo el mundo menos de Jesús. Esta historia revela el contraste entre dos actitudes de mente y de corazón.
(i) Simón no se reconocía necesitado de nada, y por tanto no sentía amor. Se consideraba un hombre bueno y respetable a los ojos de los demás y de Dios.
(ii) La mujer reconocía su suprema necesidad, y por tanto estaba inundada de amor hacia el Que podía suplirla, y por eso recibió el perdón.
Lo único que nos cierra a la salvación de Dios es el sentimiento de nuestra propia suficiencia. Y lo extraño es que, cuanto más buena es una persona, más siente su pecado. Cuando Pablo habla de los pecadores, añade: «de los cuales yo soy el primero» (1 Timoteo 1:15). Francisco de Asís decía: «No hay en todo el mundo un pecador más desgraciado y miserable que yo.» Es verdad que el peor pecado es no tener conciencia de pecado; pero el sentimiento de la necesidad abre la puerta al perdón de Dios, porque Dios es amor, y la mayor gloria del amor es que se sienta su necesidad.
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