Muy de tarde en tarde en el Antiguo Testamento, alguien dio un arriesgado salto de fe. El salmista clama: « Mi cuerpo también mora seguro. Porque Tú no me entregas al Seol, ni dejas a tu piadoso ver el hoyo. Tú sí me muestras el sendero de la vida; en Tu presencia hay plenitud de gozo, a Tu diestra hay placeres para siempre» (Salmo 16:9-11). «Yo estoy constantemente contigo; Tú me sostienes firmemente la mano derecha. Tú me guías con Tu consejo, y después me recibirán en la gloria»
(Salmo 73:23-24). El salmista estaba convencido de que ni siquiera la muerte podía deshacer una relación real con Dios. Pero en esa etapa era un desesperado salto de fe más que una convicción firme.
Finalmente, en el Antiguo Testamento encontramos en Job el Everest que pocos consiguieron escalar. En medio de todos sus desastres, Job exclama: Y, como fiador, yo veré… ¡a Dios!; a Quien mis ojos verán, y no los de un extraño. (Job 14:7-12; siguiendo la traducción de J. E. McFadyen).
Aquí está la auténtica semilla de la fe en la inmortalidad. La historia de los judíos está llena de desastres, cautiverios, esclavitud y derrota. Sin embargo, el pueblo judío tenía la convicción inconmovible de ser el pueblo escogido de Dios. Esta Tierra no lo había presenciado nunca, ni lo presenciaría; inevitablemente, por tanto, invocaban al nuevo mundo para deshacer los entuertos del viejo. Llegaron a ver que, si se había de realizar plenamente el propósito de Dios, y de cumplir Su justicia, si Su amor habría de satisfacerse alguna vez, se necesitaban otro mundo y otra vida. Como dice Galloway, al que cita McFadyen: «Los enigmas de la vida se volverían un poco menos abrumadores si pudiéramos descansar en la convicción de que este no es el último acto del drama humano.» Fue precisamente ese sentimiento el que condujo a los hebreos a la convicción de que había otra vida por venir.
Es verdad que, en los días de Jesús, los saduceos todavía se negaban a creer en ninguna vida después de la muerte. Pero los fariseos y la gran mayoría de los judíos sí creían. Decían que, en el momento de la muerte, los dos mundos, el del tiempo y el de la eternidad, se encontraban y se besaban. Decían que los que morían veían a Dios, y se negaban a llamarlos los muertos; los llamaban los vivos. Cuando Marta contestó a la pregunta de Jesús, dio testimonio de la cima más elevada de la fe que había escalado su nación.
Cuando Marta declaró su fe ortodoxa judía sobre la vida por venir, Jesús dijo de pronto algo que le daba a esa fe una nueva realidad y un nuevo significado. «Yo soy la Resurrección y la Vida -le dijo Jesús-. El que crea en Mí, vivirá aunque haya muerto; y todos los que estén vivos y crean en Mí, no morirán nunca.» ¿Qué quería decir exactamente? El pensamiento de toda una vida no bastaría para revelar todo su contenido; pero debemos intentar captar todo lo que podamos. Una cosa está clara, y es que Jesús no estaba pensando en términos de la vida física; porque, hablando humanamente, no es verdad que los que creen en Jesús no se mueren nunca. Los cristianos experimentan la muerte física tanto como los que no lo son. Debemos buscar un significado más que físico.
(i) Jesús estaba pensando en la muerte del pecado. Estaba diciendo: «Aunque una persona esté muerta en el pecado; aunque, por sus pecados, haya perdido todo lo que hace que la vida merezca llamarse vida, Yo puedo hacer que vuelva a estar viva otra vez.» Es un hecho que eso es totalmente cierto. A. M. Chirgwin cita el ejemplo de Tokichi Ishii, que tenía un expediente criminal casi sin paralelo. Había matado a hombres, mujeres y niños con una crueldad bestial. Eliminaba sin piedad a todos los que se interpusieran en su camino. Por fin, se encontraba en la cárcel esperando la ejecución. Allí le visitaron dos señoras canadienses que trataron de hablarle a través de las rejas, pero él se limitaba a mirarlas con el ceño de una fiera enjaulada. Por último tuvieron que abandonar; pero le dejaron una biblia. Él empezó a leerla; y, una vez que empezó, ya no pudo parar. Siguió leyendo hasta que llegó al relato de la Crucifixión, y a las palabras de Jesús: « ¡Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!»; y esa oración del Señor le quebrantó el empedernido corazón. «Me detuve -contó después- con el corazón atravesado peor que si hubiera sido con un clavo de cinco pulgadas. ¿Diré que fue por el amor de Cristo? ¿O por Su compasión?