Cuando Jesús terminó de dar instrucciones a sus doce discípulos, se fue de allí a enseñar y anunciar el mensaje en los pueblos de aquella región. Juan, que estaba en la cárcel, tuvo noticias de lo que Cristo estaba haciendo, pues sus seguidores se las contaron. Llamó a dos de ellos y los envió al Señor, a que le preguntaran si él era de veras el que había de venir, o si debían esperar a otro. Los enviados de Juan se acercaron, pues, a Jesús y le dijeron: Juan el Bautista nos ha mandado a preguntarte si tú eres el que ha de venir, o si debemos esperar a otro. En aquel mismo momento Jesús curó a muchas personas de sus enfermedades y sufrimientos, y de los espíritus malignos, y dio la vista a muchos ciegos. Luego les contestó: Jesús les contestó:
Vayan y díganle a Juan lo que están viendo y oyendo. Cuéntenle que los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen, los muertos vuelven a la vida y a los pobres se les anuncia la buena noticia. ¡Y dichoso aquel que no encuentre en mí motivo de tropiezo, dichoso aquel que no pierda su fe en mí! Cuando ellos se fueron, Jesús comenzó a hablar a la gente acerca de Juan, diciendo: ¿Qué salieron ustedes a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Y si no, ¿qué salieron a ver? ¿Un hombre vestido lujosamente? Ustedes saben que los que se visten lujosamente y viven en placeres, están en las casas de los reyes. En fin, ¿a qué salieron? ¿A ver a un profeta? Sí, de veras, y a uno que es mucho más que profeta. Juan es aquel de quien dice la Escritura: Yo envío mi mensajero delante de ti, para que te prepare el camino. Les aseguro que, entre todos los hombres, ninguno ha sido más grande que Juan el Bautista; y, sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él. Todos los que oyeron a Juan, incluso los que cobraban impuestos para Roma, se hicieron bautizar por él, cumpliendo así las justas exigencias de Dios; pero los fariseos y los maestros de la ley no se hicieron bautizar por Juan, despreciando de este modo lo que Dios había querido hacer en favor de ellos. Desde que vino Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los que usan la fuerza pretenden acabar con él. Todos los profetas y la ley fueron solo un anuncio del reino, hasta que vino Juan; y, si ustedes quieren aceptar esto, Juan es el profeta Elías que había de venir. Los que tienen oídos, oigan. ¿A qué compararé la gente de este tiempo? Se parece a los niños que se sientan a jugar en las plazas y gritan a sus compañeros: Tocamos la flauta, pero ustedes no bailaron; cantamos canciones tristes, pero ustedes no lloraron. Porque vino Juan el Bautista, que ni come ni bebe, y dicen que tiene un demonio. Luego ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen que es glotón y bebedor, amigo de gente de mala fama y de los que cobran impuestos para Roma. Pero la sabiduría de Dios se demuestra por sus resultados. Mateo 11:1-19; Lucas 7:18-35
El acento de la confianza
La carrera de Juan el Bautista había acabado en tragedia. Juan no tenía por costumbre dorarle la píldora a nadie; y no podía ver el mal sin señalarlo. En muchas ocasiones, y en una especialmente, había hablado demasiado atrevidamente y demasiado claro para su propia seguridad.
Herodes Antipas de Galilea le había hecho una visita a su hermano en Roma. Durante esa visita había seducido a la mujer de su hermano. Cuando volvió a su casa, despidió a su mujer y se casó con su cuñada, a la que había apartado de su marido. Juan reprendió a Herodes pública e inflexiblemente. Nunca fue sin riesgo el reprender a un déspota oriental, y Herodes se vengó; metió a Juan en la mazmorra del castillo de Maqueronte, en las montañas cerca del Mar Muerto.
Para cualquier hombre aquello habría sido una suerte terrible; pero era incalculablemente peor para Juan el Bautista. Él era un hijo del desierto; había vivido siempre en los amplios espacios abiertos, con el viento limpio en el rostro y la espaciosa bóveda del cielo por techo. Y ahora estaba confinado en una mazmorra pequeña y subterránea entre recios muros. Para un hombre como Juan, que tal vez no había vivido nunca en una casa, esto debe de haber sido agonía.
En el castillo escocés de Carlisle hay una pequeña celda. Una vez hace mucho tuvieron allí encerrado durante años a un jefe de las tribus fronterizas. En esa celda no hay más que una ventana pequeña, situada demasiado arriba para que una persona pudiera mirar por ella poniéndose en pie. En el alféizar de la ventana hay dos depresiones desgastadas en la piedra. Son las huellas de las manos del jefe prisionero, los lugares donde, día tras día, se encaramaba para mirar con ansia los verdes valles que no volvería a cabalgar ya nunca.
Juan debe de haber sufrido una experiencia semejante; y no debe sorprendernos, y menos debemos criticarlo, el que surgieran en su mente ciertos interrogantes. Había estado seguro de que Jesús era el Que había de venir. Ese era uno de los nombres más corrientes del Mesías que los judíos esperaban con tan ansiosa expectación: y tanto los que iban delante como los que iban detrás, gritaban: ¡Hosana! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! (Marcos 11:9); Pues miren, el hogar de ustedes va a quedar abandonado; y les digo que no volverán a verme hasta que llegue el tiempo en que ustedes digan: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! (Lucas 13:35); Decían: ¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas! (Lucas 19:38); Pues la Escritura dice: Pronto, muy pronto, vendrá el que tiene que venir. No tardará. (Hebreos 10:37); ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Bendecimos a ustedes desde el templo del Señor. (Salmo 118:26). Un condenado a muerte no puede permitirse esas dudas; tiene que estar seguro; así que Juan Le envió sus discípulos a Jesús con la pregunta: «¿Eres Tú el Que ha de venir, o tenemos que seguir esperando a otro?» Esa pregunta podía encerrar muchas cosas.