Comprometidos a Sembrar La Palabra de Dios

Introducción al Apocalipsis de Juan

El libro extraño

Cuando un estudiante del Nuevo Testamento se embarca en el estudio del Apocalipsis le da la impresión de que se encuentra en otro mundo. Aquí tenemos algo totalmente diferente del resto del Nuevo Testamento. El Apocalipsis es no solo diferente, sino también notoriamente difícil de entender para el hombre moderno. En consecuencia, se ha abandonado muchas veces como totalmente ininteligible, y algunas veces se ha convertido en el terreno reservado de los excéntricos religiosos, que lo usan para trazar el calendario celestial de lo por venir, o encuentran en él evidencias para sus propias excentricidades. Un comentador abrumado decía que El Apocalipsis tiene tantos enigmas como palabras; y otro, que para estudiar El Apocalipsis hace falta estar loco, o querer estarlo.

Lutero le habría negado con gusto al Apocalipsis el derecho a formar parte del Nuevo Testamento. Juntamente con Santiago, Judas, Segunda de Pedro y Hebreos, lo relegó a una lista separada al final de su Nuevo Testamento. Declaraba que no hay en él más que figuras y visiones que no se encuentran en ningún otro lugar de la Biblia. Se quejaba de que, a pesar de la oscuridad de su tema, el autor había tenido la osadía de añadir amenazas y promesas a los que desobedecieran o guardaran sus palabras, como si hubiera alguien que las pudiera entender. En Apocalipsis ni se enseña ni se reconoce a Cristo; y no se percibe en él la inspiración del Espíritu Santo. Zuinglio estaba igualmente en contra del Apocalipsis. « Con el Apocalipsis -escribe- no tenemos nada que ver, porque no es un libro de la Biblia… No tiene el aroma de la boca ni de la mente de Juan. Puedo, si quiero, no estar conforme con sus testimonios.» Muchos han hecho hincapié en la ininteligibilidad del Apocalipsis, y no pocos han discutido su derecho a formar parte del Nuevo Testamento.

Por otra parte hay algunos en cada generación que aman este libro. T. S. Kepler cita y hace suyo el veredicto de Philip Carrington: « En el caso del Apocalipsis nos encontramos con un artista mayor que Stevenson o Coleridge o Bach. San Juan tiene mejor sentido de la palabra idónea que Stevenson; mejor dominio de la belleza ultraterrena y sobrenatural que Coleridge, y un sentido más rico de la melodía y el ritmo y la composición que BacK.. Es la única obra maestra de arte puro que encontramos en el Nuevo Testamento… Su plenitud y riqueza y armónica diversidad lo. colocan muy por encima de las tragedias griegas.»

Ya contamos con que este libro nos resultará difícil y alucinante; pero sin duda nos resultará también que valía la pena enzarzarnos con él en la lucha hasta que nos dé su bendición y nos descubra sus riquezas.

La literatura apocalíptica

Debemos tener presente en nuestro estudio del Apocalipsis que, aunque único en el Nuevo Testamento, es sin embargo el representante de una clase de literatura que fue de lo más corriente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Apocalipsis es la transcripción de su nombre en griego, Apocálypsis, que significa Revelación. Entre el Antiguo y el Nuevo Testamento se desarrolló una gran masa de lo que llamamos Literatura apocalíptica, producto de una esperanza judía inextinguible. Los judíos no podían olvidar que eran el pueblo escogido de Dios. Para ellos aquello implicaba la certeza de llegar algún día a la supremacía mundial. En su primera historia esperaban la llegada de un rey de la dinastía de David que reuniría la nación y la conduciría a la grandeza. Había de brotar un vástago del tocón de Isaí (Isaías 11:1,10). Dios había de suscitar a David un renuevo justo (Jeremías 23:5). Algún día, el pueblo de Israel serviría a David, su rey (Jeremías 30:9). David sería su pastor y su rey (Ezequiel 34:23; 37:24). El tabernáculo de David volvería a levantarse (Amós 9:11); de Belén vendría un gobernador que sería grande hasta los fines de la tierra (Miqueas 5:2-4).

Pero toda la historia de Israel había dado el mentís a esas esperanzas. Después de la muerte de Salomón, el reino, bastante pequeño para empezar, se dividió en dos bajo Roboam y Jeroboam y perdió su unidad para siempre. El reino del Norte, con su capital en Samaria, desapareció en el último cuarto del siglo VIII a.C. ante el asalto de los asirios, y ya no volvió a aparecer en la Historia, y sus diez tribus se perdieron. El reino del Sur, con su capital en Jerusalén, fue reducido a la esclavitud y al destierro por los babilonios en la primera parte del siglo VI a.C. Luego estuvo sometido a los persas, los griegos y los romanos. La Historia era para los judíos un catálogo de desastres por los que se iba haciendo claro que ningún libertador humano podría rescatarlos.

Las dos edades

El pensamiento judío se adhería con determinación a la convicción de ser el pueblo escogido de Dios, pero tenía que ajustarse a los hechos de la Historia. Y lo hizo desarrollando un esquema propio de la Historia. Los judíos dividían la historia del tiempo en dos edades. Estaba esta edad presente, que era absolutamente e irremediablemente mala, que acabaría en una destrucción total. Así es que los judíos esperaban el fin de las cosas tal como son ahora. Y estaba la edad por venir, la edad de oro de Dios, en la que todo sería paz, prosperidad y justicia, y el pueblo escogido de Dios sería vindicado por fin y ocuparía el lugar que le correspondía por derecho propio.

¿Cómo iba esta edad presente a convertirse en la edad por venir? Los judíos creían que el cambio no se podría producir nunca por intervención humana, y por tanto esperaban una intervención directa de Dios. Él Se presentaría en el escenario de la Historia para desterrar de la existencia este mundo presente e introducir Su edad de oro. El -día de la intervención de Dios se llamaba EL Día del Señor, y sería un tiempo terrible de terror y destrucción y juicio que serían los dolores de parto de la nueva era.

Toda la literatura apocalíptica trataba de estos acontecimientos: el pecado de esta edad presente, los terrores del tiempo intermedio y las bendiciones de la edad por venir. Se compone exclusivamente de sueños y visiones del fin del mundo, lo que hace que toda la literatura apocalíptica sea críptica por necesidad. Siempre está tratando de describir lo indescriptible, de decir lo indecible.

Otro hecho complicaba todavía más las cosas. Era sencillamente natural que estas visiones apocalípticas inflamaran aún más las mentes de las personas que vivían bajo tiranía y opresión. Cuanto más los oprimía algún poder extranjero, más soñaban con la destrucción de ese poder y con su propia vindicación. Pero no habría hecho más que empeorar la situación el que el poder opresor hubiera podido entender esos sueños; se habrían interpretado como obras de revolucionarios rebeldes. Tales libros, por tanto, se solían escribir en código, revistiéndose a propósito en un lenguaje ininteligible para los de fuera; y hay muchos casos en que deben haber seguido siendo ininteligibles porque se ha perdido la clave del código secreto. Pero, cuanto más sabemos del trasfondo histórico de tales libros, mejor los podemos interpretar.

El apocalipsis

Todo esto se aplica al Apocalipsis como anillo al dedo. Hay un sinnúmero de apocalipsis judíos Henoc, Los Oráculos sibilinos, Los Testamentos de los Doce Patriarcas, La Ascensión de Isaías, La Asunción de Moisés, El Apocalipsis de Baruc, El Cuarto Libro de Esdras…- Nuestro Apocalipsis es un apocalipsis cristiano, el único que hay en el Nuevo Testamento, aunque hubo muchos otros que no se incluyeron. Se escribió siguiendo exactamente el esquema judío y la concepción básica de las dos edades. La única, pero fundamental, diferencia es que sustituye el Día del Señor por la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo. No sólo el esquema, sino también los detalles son los mismos. Los apocalipsis judíos tenían un aparato de acontecimientos que habían de suceder en el fin del mundo, acontecimientos que tienen su lugar en el Apocalipsis. Antes de pasar a delinear ese esquema de acontecimientos hemos de mencionar otra cuestión. Tanto la apocalíptica como la profecía tratan de acontecimientos que están por venir. Entonces, ¿qué diferencia hay entre ambas?

Apocalíptica y profecía

La diferencia entre los profetas y los apocaliptistas era muy real. Había dos diferencias principales, una en cuanto al mensaje y otra en cuanto al método.

(i) El profeta pensaba en términos del mundo presente. Su mensaje era a menudo un clamor por justicia social, económica y política; y era siempre una llamada a obedecer y servir a Dios en el mundo presente. Para el profeta era este mundo el que había que reformar y al que había de venir el Reino de Dios. Esto se ha expresado diciendo que el profeta vivía en la Historia. Creía que era en sus acontecimientos en los que se iba desarrollando el propósito de Dios. En cierto sentido, el profeta era optimista porque, por muy seriamente que condenara las cosas como estaban, sin embargo creía que se podían remediar si los hombres aceptaban la voluntad de Dios. Para el apocaliptista el mundo ya no tenía remedio; creía, no en su reforma, sino en la desaparición de este mundo presente. Contemplaba la creación de un mundo nuevo cuando este ya hubiera sido deshecho por la ira vengativa de Dios. En un sentido, por tanto, el apocaliptista era pesimista, porque no creía que se pudieran sanar las cosas tal como eran. Cierto que estaba seguro de que la edad dorada había de venir; pero para ello tenía que ser destruido este mundo.

(ii) El mensaje del profeta era hablado; el del apocaliptista era siempre escrito. Si se hubiera comunicado oralmente, nadie habría entendido su mensaje. Es difícil, enrevesada, a menudo ininteligible; hay que estudiarla y meditarla seriamente antes de poder entenderla. Además, el profeta siempre hablaba personalmente, identificándose; pero todos los escritos apocalípticos -excepto el del Nuevo Testamento- son pseudoepigráficos: se ponen en boca de los grandes hombres del pasado, como Noé, Henoc, Isaías, Moisés, los Doce Patriarcas, Esdras o Baruc. Hay algo patético en esto. Los que escribieron la literatura apocalíptica tenían el sentimiento de que la grandeza había desaparecido de la Tierra; desconfiaban demasiado de sí mismos para dar sus nombres a sus escritos, así es que se los atribuían a los grandes hombres del pasado, tratando así de darles una autoridad mayor de la que le podrían dar sus propios nombres. Como dice Jülicher: « La apocalíptica es la senilidad -«la chochez»- de la profecía.»

El aparato de la apocalíptica

La literatura apocalíptica tiene un esquema; trata de describir las cosas que sucederán en los últimos tiempos y las bendiciones que vendrán después; y las mismas imágenes aparecen una y otra vez. Siempre, por así decirlo, trabaja con los mismos materiales; y estos materiales tienen su lugar en el Libro del Apocalipsis.

(i) En la literatura apocalíptica, el Mesías era una figura divina, preexistente, otromundista, de poder y de gloria, esperando descender al mundo para iniciar su carrera conquistadora. Existía en el Cielo desde antes de la creación del mundo, antes de que fueran hechos el Sol y la Luna y las estrellas, y estaba reservado en la presencia del Todopoderoso (Henoc 48:3,6; 62:7; 4 Esdras 13:25s). Vendrá a abatir a los poderosos de sus alturas, a destronar a los reyes de la tierra y a romperles los dientes a los pecadores (Henoc 42:2-6; 48:2-9; 62:5-9; 69:26-29). En la apocalíptica no había nada humano ni benigno en el Mesías; era una figura divina de gloria y poder vengativo ante quien la tierra temblaba de terror.

(ii) La venida del Mesías sería precedida por la vuelta de Elías, que le prepararía el camino (Malaquías 4:5s). Elías se pondría sobre las colinas de Israel, decían los rabinos, y anunciaría la llegada del Mesías con una voz que resonaría desde un extremo a otro de la tierra..

(iii) El terrible último tiempo se conocía como « el parto del Mesías.» La llegada del Mesías se presentaría tan repentinamente como los dolores a la mujer encinta. En los evangelios se presenta a Jesús prediciendo las señales del fin con estas palabras: « Todas estas cosas serán el principio de los dolores» (Mateo 24:8; Marcos 13:8). La palabra para, dolores es ódínai, que quiere decir literalmente dolores de parto.

(iv) Los últimos días serían un tiempo de terror. Hasta los hombres recios llorarían amargamente (Sofonías 1:14); los habitantes de la tierra temblarían (Joel 2:1); las gentes estarán aterradas de miedo, buscando algún sitio donde esconderse, sin encontrarlo (Henoc 102:1,3).

(v) Los últimos días serían un tiempo en el que el mundo sería sacudido, un tiempo de cataclismo cósmico en el que el universo, tal como se conoce, se desintegraría. Las estrellas se extinguirían; el Sol se volvería tinieblas, y la Luna sangre (Isaías 13:10; Joel 2: 30s; 3:15). El firmamento se descompondría en ruinas; habría cataratas de fuego devorador, la creación se volvería una masa fundida (Oráculos sibilinos 3:83-89). Las estaciones no guardarían su orden, y no habría noche ni aurora (Oráculos sibilinos 3:796-806).

(vi) Los últimos días serían un tiempo cuando las relaciones humanas se destruirían. El odio y la enemistad reinarían sobre la tierra. Cada cual levantaría la mano contra su prójimo (Zacarías 14:13). Los hermanos se matarían entre sí; los padres asesinarían a sus propios hijos; desde la salida hasta la puesta del sol los hombres se matarían unos a otros. El honor se tornaría vergüenza, la fuerza humillación y la belleza fealdad. El más humilde ardería de envidia, y la pasión se apoderaría del que antes era pacífico (2 Baruc 48:31-37).

Los últimos días serían un tiempo de juicio. Dios vendría como fuego purificador, ¿y quién podría soportar el día de Su venida? (Malaquías 3:1-3). Sería con la espada y con el fuego como Dios juzgaría a la humanidad (Isaías 66:15s). El Hijo del Hombre destruiría a los pecadores de la tierra (Henoc 69: 27), y el olor a azufre impregnaría todas las cosas (Oráculos sibilinos 3:58-61). Los pecadores perecerían abrasados como la antigua Sodoma (Jubileos 36:10s).

(vi¡¡) En todas estas visiones los gentiles ocupan un lugar, pero no es siempre el mismo.

(a) Algunas veces la, visión es que los gentiles serán totalmente destruidos. Babilonia se convertirá en tal desolación que el árabe errante no encontrará entre sus ruinas un lugar donde poner su tienda, ni el pastor donde apacentar sus ovejas; no será más que un desierto donde viven las fieras (Isaías 13:19-22). Dios hollará a los gentiles en Su ira (Isaías 63:6). Los gentiles vendrán encadenados a Israel (Isaías 45:14).

(b) Algunas veces se prevé una última concentración de los gentiles contra Jerusalén, y una última batalla en la que serán destruidos (Ezequiel 38:14 – 39:16; Zacarías 14:1-11). Los reyes de las naciones se lanzarán contra Jerusalén; tratarán de expoliar el altar del Santo; colocarán sus tronos alrededor de la ciudad rodeados de infieles; pero eso solo les reportará su propia destrucción (Oráculos sibilinos 3:663-672).

(c) Algunas veces se describe la conversión de los gentiles mediante Israel. Dios ha dado a Israel como luz a los gentiles, para que sea la salvación de Dios hasta lo último de la tierra (Isaías 49:6). Las islas esperarán en Dios (Isaías 51:5); los fines de la tierra están invitados a contemplar a Dios y ser salvos (Isaías 45:20-22). El Hijo del Hombre será una luz para los gentiles (Henoc 48:4s). Las naciones paganas vendrán de los fines de la tierra a Jerusalén para contemplar la gloria de Dios (Salmos de Salomón 17:34). De todas las visiones en relación con los gentiles, la más corriente es la de su destrucción y la exaltación de Israel.

(ix) En los últimos días, los judíos que hayan sido esparcidos por toda la tierra serán reunidos en la Santa Ciudad otra vez. Volverán de Asiria y de Egipto a adorar a Dios en Su monte santo (Isaías 27:12s). Las colinas serán allanadas y los valles henchidos, y hasta los árboles se reunirán para hacerles sombra cuando vuelvan (Baruc 5:5-9). Hasta los que hayan muerto en el exilio en países remotos serán traídos de vuelta.

(x) En los últimos días, la Nueva Jerusalén, que ya está preparada en el Cielo con Dios (4 Esdras 10:44-59; 2 Baruc 4:2-6), descenderá a la humanidad. Será incomparablemente hermosa, con basas de zafiros y capiteles de ágata y puertas de carbunclos sobre pasillos de piedras preciosas (Isaías 54:12s; Tobías 13:16s). El último Templo será mucho más glorioso que los del pasado (Hageo 2:7-9).

Una parte esencial de la descripción apocalíptica de los últimos días era la resurrección de los muertos. «Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán, unos para vida eterna, otros para vergüenza y confusión perpetua» (Daniel 12:2s).

El Seol y la tumba devolverán lo que se les ha confiado (Henoc 51:1). La amplitud de la resurrección variaba. Algunas veces se suponía que se aplicaba sólo•a los justos de Israel; otras, a todo Israel, y otras a todos los muertos. Cualquiera que fuera la forma que tomara, es verdad decir que es entonces cuando aparece por primera vez una firme esperanza en la vida más allá de la muerte.

(xii) Había diferencias en cuanto a la duración que había de tener el reinado del Mesías. El punto de vista más natural -y más corriente- era que duraría para siempre. El reino de los santos es un reino sempiterno (Daniel 7:27). Algunos creían que el reino del Mesías duraría cuatrocientos años. Llegaban a esa cifra comparando Génesis 15:13 y Salmo 90:15. En Génesis, se le dice a Abraham que el período de aflicción de los israelitas será de cuatrocientos años; y la oración del salmista es que Dios alegre al pueblo conforme a los días que le afligió y los años que vieron el mal. En Apocalipsis se prevé que habrá un reinado de los santos del Altísimo que durará mil años, y luego tendrá lugar la batalla final con los poderes reunidos del mal, y después vendrá la edad de oro de Dios.

Tales eran los acontecimientos de los últimos días que describían los autores apocalípticos; y prácticamente todos se hallan en las visiones del Apocalipsis. Para completar el cuadro vamos a resumir brevemente las bendiciones de la era por venir.

Las bendiciones de la era por venir

(i) El reino dividido se unirá otra vez. La casa de Judá volverá a caminar con la casa de Israel (Jeremías 3:18; Isaías 11:13; Oseas 1:11). Las viejas divisiones se restañarán, y el pueblo de Dios será uno.

(ii) Habrá en la tierra una fertilidad alucinante. El desierto se convertirá en un campo de cultivo (Isaías 32:15), será como el Huerto del Edén (Isaías 51:3); el desierto se regocijará y florecerá como el azafrán (Isaías 35:1). La tierra producirá diez mil veces más frutos; en cada vid habrá mil sarmientos, y en cada sarmiento mil racimos, y en cada racimo mil uvas, y cada uva dará un coro (220 litros) de vino (2 Baruc 29:5-8). Habrá una abundancia como no la ha conocido nunca el mundo, y los hambrientos se regocijarán.

(iii) Un elemento constante de los sueños de la nueva edad era que en ella cesarían las guerras. Los hombres convertirían las espadas en rejas de arado y las lanzas en hoces (Isaías 2:4). No habría espadas ni toques de alarma. Habría una ley común para todos los hombres y una gran paz por toda la tierra, y los reyes serían amigos entre sí (Oráculos sibilinos 3:751-760).

(iv) Una de las ideas más preciosas acerca de la nueva edad era que en ella cesaría la enemistad entre los animales. El leopardo y el cabritillo, la vaca y la osa, el león y el buey jugarían y dormirían juntos (Isaías 11:6-9; 65:25). Habría un nuevo pacto entre los hombres y los animales salvajes (Oseas 2:18). Hasta un niño de pecho podría jugar cerca de las cuevas de las serpientes venenosas (Isaías 11:8; 2 Baruc 73:6). En toda la naturaleza habría un reinado de amistad universal en el que nadie querría hacer daño a nadie.

(v) En la era por venir se acabarían el cansancio, la aflicción y el dolor. Dejaría de haber ninguna clase de dolor (Jeremías 31:12); tendrían gozo perpetuo sobre sus cabezas (Isaías 35:10). No habría tal cosa como una muerte prematura (Isaías 65:20-22); nadie diría: « Estoy enfermo» (Isaías 33:24); la muerte sería absorbida en la victoria, y Dios enjugaría las lágrimas de todos los rostros (Isaías 25:8). La enfermedad se retiraría; la ansiedad, la angustia y el lamento pasarían; no habría dolores de parto; el segador no se fatigaría, ni se agotaría el constructor (2 Baruc 73:2 – 74:4). La edad por venir cesaría lo que llamaba Virgilio « las lágrimas de las cosas.»

(vi) La edad por venir sería un tiempo de justicia. Todas las personas vivirían en perfecta santidad. La humanidad estaría representada por una generación buena, que viviría en el temor del Señor en los días de la misericordia (Salmos de Salomón 17:28-49; 18:9s).

Apocalipsis es el representante en el Nuevo Testamento de todas estas obras de la literatura apocalíptica que describen los terrores que precederán al final de los tiempos, y las bendiciones que los seguirán en la era por venir; y usa todas las figuras familiares. A menudo nos resultará difícil de entender, y hasta ininteligible; pero usa expresiones e ideas que conocerían y entenderían sus primeros lectores.

El autor del apocalipsis

(i) El autor del Apocalipsis se llamaba Juan. Empieza diciendo que Dios envió a Su siervo Juan las visiones que va a relatar (1:1). Empieza el cuerpo del libro diciendo que lo envía Juan a las Siete Iglesias de Asia (1:4). Se identifica como el hermano Juan, compañero de tribulación de aquellos a los que escribe (1:9). «Yo, Juan dice-, soy el que oyó y vio estas cosas» (22:8).

(ii) Este Juan fue un cristiano que vivió en Asia en la misma esfera que los cristianos de las Siete Iglesias. Se identifica como hermano de los destinatarios de su carta; y dice que él está pasando por las mismas tribulaciones que ellos (1:9).

(iii) Probablemente era un judío de Palestina que se había trasladado a Asia Menor ya de mayor. Podemos deducirlo por el griego que escribe: vivo, poderoso y pictórico; pero desde el punto de vista de la gramática es con mucho el más deficiente del Nuevo Testamento. Comete incorrecciones que ningún escolar griego cometería. El griego está claro que no era su lengua materna; y a menudo se intuye que estaba escribiendo en griego, pero pensando en hebreo. Estaba empapado en el Antiguo Testamento: lo cita o alude 245 veces. Esas citas proceden de unos veinte libros del Antiguo Testamento. Sus favoritos eran Isaías, Daniel, Ezequiel, Salmos, Éxodo, Jeremías, Zacarías. No solo conocía el Antiguo Testamento íntimamente, sino estaba familiarizado con la literatura apocalíptica que floreció entre los dos Testamentos.

(iv) Se identifica como profeta, y en ello basa su derecho a hablar. El mandamiento que recibió del Cristo Resucitado fue que profetizara (10:11). Es por medio del espíritu de profecía como Jesús da Su testimonio a la Iglesia (19:10). Dios es el Dios de los santos profetas, y envía Su ángel para mostrar a Sus siervos lo que ha de suceder en el mundo (22:6). El ángel le habla a Juan de sus hermanos los profetas (22:9). Su libro se define como un libro de profecía, o como las palabras de profecía (22:7,10,18s).

Aquí es donde radica la autoridad de Juan. No se identifica como apóstol, como hace Pablo cuando quiere reclamar su derecho a hablar. No tiene una posición « oficial» o administrativa en la Iglesia; es un profeta. Escribe lo que ve; y como lo que ve viene de Dios, su palabra es fiel y verdadera (1:11,19).

Cuando Juan estaba escribiendo, los profetas tenían un lugar muy especial en la Iglesia. Escribía, como veremos, hacia el año 90 d.C. Por aquel entonces la Iglesia tenía dos clases de ministros. Estaba el ministerio local, y los que lo ejercían estaban afincados permanentemente en una congregación; eran los ancianos, los diáconos y los maestros. Y estaba el ministerio itinerante de aquellos cuya esfera de trabajo no se limitaba a ninguna congregación en particular. A este ministerio pertenecían los apóstoles, cuya autoridad abarcaba toda la Iglesia, y los profetas, que eran predicadores ambulantes. Se los respetaba grandemente; el poner en duda las palabras de un profeta verdadero era pecar contra el Espíritu Santo, dice la Didajé (11:7). El orden del culto de comunión se establece en la Didajé, pero se añade: «Pero permitid que los profetas celebren la Eucaristía como a ellos les parezca» (10:7). Se reconocía a los profetas como hombres de Dios en un sentido exclusivo, y Juan era uno de ellos.

(v) No es probable que fuera un apóstol, porque en tal caso no se había identificado como profeta. Además, habla de los apóstoles como si pertenecieran al pasado, como los fundamentos principales de la Iglesia. Dice que en los doce cimientos de la muralla de la Ciudad Santa estaban inscritos los nombres de los Doce Apóstoles del Cordero (21:14). No habría hablado así de los apóstoles si él hubiera sido uno de ellos.

Esta conclusión resulta aún más clara por el título del libro. La antigua versión Reina-Valera, desde la Biblia del Oso, lo llamaba El Apocalipsis o Revelación de San Juan el Teólogo. Revisiones y traducciones posteriores omiten el Teólogo, theólogos en griego, porque falta en los manuscritos más antiguos; pero tiene una antigüedad considerable. La misma adición de este título parece encaminada a distinguirle del apóstol Juan.

Tan tempranamente como 250 d.C., el gran investigador Dionisio, que era el cabeza de la escuela cristiana de Alejandría, vio que era prácticamente imposible que hubiera sido el mismo el que escribió el Cuarto Evangelio y el Apocalipsis, aunque no fuera más que porque tenían un griego diferente. El del Cuarto Evangelio es sencillo pero correcto; el del Apocalipsis es áspero y gráfico, pero notoriamente incorrecto. Además, el autor del Cuarto Evangelio evita intencionadamente mencionar su propio nombre, mientras que el autor del Apocalipsis lo hace repetidas veces. Y todavía más: las ideas de los dos libros son diferentes.

Las grandes ideas del Cuarto Evangelio -luz, vida, verdad y gracia- no ocupan un lugar dominante en Apocalipsis. Al mismo tiempo se advierten suficientes semejanzas de pensamiento y lenguaje como para dejar bien claro que ambos libros proceden del mismo centro y del mismo mundo de pensamiento.

La fecha del apocalipsis

Tenemos dos fuentes que nos permiten fijar la fecha.

(i) La tradición nos ofrece un relato. Nos dice que Juan fue desterrado a Patmos en tiempos de Domiciano; que tuvo allí las visiones; a la muerte de Domiciano fue liberado y volvió a Éfeso, donde escribió las visiones que había tenido. Victorino, escribiendo hacia finales del siglo III d.C., dice en su comentario al Apocalipsis: « Juan, cuando vio estas cosas, estaba en la isla de Patmos, condenado a las minas por el emperador Domiciano. Fue allí donde tuvo la revelación… Cuando fue liberado de las minas más tarde, transmitió esta revelación que había recibido de Dios.» Jerónimo es todavía más detallado: « En el año 14 después de la persecución de Nerón, Juan fue desterrado a la isla de Patmos, y allí escribió el Apocalipsis… A la muerte de Domiciano, al ser revocados sus actos por el Senado a causa de su excesiva crueldad, volvió a Éfeso cuando era emperador Nerva.» Eusebio dice: «El apóstol y evangelista Juan relató estas cosas a las iglesias cuando volvió del destierro en la isla después de la muerte de Domiciano.» La tradición asegura que Juan tuvo estas visiones en su destierro en Patmos; lo único que es dudoso -y no tiene excesiva importancia- es si las escribió durante su estancia en el destierro o cuando regresó a Éfeso.

Basándonos en esta evidencia no erraremos mucho si fechamos Apocalipsis hacia el año 95 d.C.

(ii) La segunda línea de evidencia son los datos que encontramos en el mismo libro. Hay una actitud totalmente nueva hacia Roma y el Imperio Romano.

En Hechos, el tribunal del magistrado romano fue a menudo el refugio más seguro de los misioneros cristianos frente al odio de los judíos y la furia del populacho. Pablo estaba orgulloso de ser ciudadano romano, y una y otra vez reclamó los derechos que le correspondían como tal. En Filipos se sobrepuso a los magistrados locales revelando su ciudadanía (Hechos 16:36-40).

En Corinto, Galión desestimó las quejas que había contra Pablo con imparcial justicia romana (Hechos 19:13-41). El Jerusalén, el tribuno romano le rescató de lo que hubiera llegado a ser un linchamiento (Hechos 21:30-40). Cuando el tribuno romano de Jerusalén supo que iba a haber un intento de matar a Pablo de camino a Cesarea, tomó todas las medidas oportunas para asegurar su seguridad (Hechos 23:12-31). Cuando Pablo llegó a desesperar de que se le hiciera justicia en Palestina, hizo uso de su derecho de ciudadano y apeló directamente al César (Hechos 25: IOs). Cuando escribió a los romanos, los exhortó a que obedecieran a los poderes establecidos, porque estaban ordenados por Dios; y eran el terror solamente de los malos, pero no de los buenos (Romanos 13:1-7). El consejo de Pedro es exactamente el mismo. Hay que obedecer a los gobernadores y a los reyes, porque Dios mismos los ha puesto en oficio. El cristiano está obligado a temer a Dios y a honrar al emperador (1 Pedro 2:12-17). Al escribir a los tesalonicenses es probable que Pablo se refiriera al poder de Roma como el que contenía el caos que amenazaba al mundo (2 Tesalonicenses 2:7).

En Apocalipsis no encontramos más que un odio ardiente a Roma, la nueva Babilonia, la madre de las rameras, ebria con la sangre de los santos y mártires (Apocalipsis 17:5s). Juan no espera sino la destrucción total del Imperio Romano.

La explicación de este cambio de actitud se encuentra en el -amplio desarrollo del culto al césar que, unido a la persecución que originó, es el trasfondo de Apocalipsis.

Cuando se escribió Apocalipsis el culto al césar era una religión que cubría todo el Imperio Romano; y fue por negarse a someterse a sus exigencias por lo que fueron perseguidos y muertos los cristianos. Su principio era que el emperador reinante, como personificación del espíritu de Roma, era un dios. Una vez al año, todos los habitantes del Imperio Romano tenían que presentarse a los magistrados para quemar una pizquita de incienso a la divinidad del césar y decir: «César es Señor,» después de lo cual podían ir cada uno a adorar a sus dioses, siempre que no atentaran al orden público; pero tenían que pasar por aquella ceremonia so pena de ser considerados desafectos al régimen.

La razón era bien sencilla. Roma tenía un vasto imperio heterogéneo, que se extendía de un extremo a otro del mundo conocido. Incluía muchas razas, lenguas y tradiciones. El problema era cómo soldar esa masa tan diversa para formar una unidad consciente. No hay fuerza unificadora como una religión común, pero ninguna de las religiones nacionales se podía pensar que se convirtiera en universal. El culto al césar sí. Era el único acto común y la única creencia que convertía el imperio en una unidad. El negarse a quemar ese poco de incienso y a decir «César es Señor» no era un acto de incredulidad, sino de deslealtad política. Por eso los romanos actuaban con tal severidad contra el que no dijera «César es Señor.» Y ningún cristiano podría darle el título de Señor a nadie que no fuera Jesucristo. Ese era el centro de su credo.

Debemos ver cómo se desarrolló este culto al césar hasta llegar a alcanzar su cima cuando se escribió Apocalipsis. Hay que notar un hecho básico. El culto al césar no se le impuso a la gente desde arriba. Surgió del pueblo; hasta se podría decir que se desarrolló a pesar de los esfuerzos que hicieron los primeros emperadores para detenerlo, o por lo menos limitarlo.

Y se ha de notar que, de todos los habitantes del imperio, sólo los judíos estaban exentos.

El culto al césar empezó como una expresión espontánea de agradecimiento a Roma. Los habitantes de las provincias sabían muy bien lo mucho que le debían a Roma. La justicia romana imparcial había desplazado la opresión tiránica y caprichosa; la seguridad, a la inseguridad. Las grandes carreteras romanas se extendían por todo el mundo; y se mantenían a salvo de bandoleros, y los mares, de piratas. La pax romana, la paz romana, era la cosa más grande que había sucedido en el mundo antiguo. Como decía Virgilio, Roma creía que su destino era «rehabilitar a los caídos y sojuzgar a los soberbios.» Había un nuevo orden en el mundo. E. J. Goodspeed escribe: «Esto era la pax romana. El provinciano se encontraba bajo la soberanía de Roma en posición de dirigir su propio negocio, proveer para su familia, enviar sus cartas y hacer sus viajes con toda seguridad gracias a la mano poderosa de Roma.»

El culto al césar no empezó por convertir en un dios al emperador, sino por divinizar a Roma. El espíritu del imperio se divinizó bajo el nombre de la diosa Roma. Roma representaba todo el poder fuerte y benevolente del imperio. El primer templo dedicado a Roma se erigió en Esmirna hacia el año 195 a.C. De ahí no había más que un paso para considerar que el espíritu de Roma se encarnaba en el emperador. El culto al emperador empezó con el de Julio César después de su muerte. El año 29 a.C., el emperador Augusto dio permiso a las provincias de Asia y Bitinia para erigir templos en Éfeso y Nicea para el culto simultáneo de la diosa Roma y del divinizado Julio César. Se animaba y hasta exhortaba a los ciudadanos romanos a dar culto en esos templos. Entonces se dio otro paso: Augusto permitió a los provincianos que no eran ciudadanos romanos erigir templos en Pérgamo de Asia y en Nicomedia de Bitinia donde se diera culto a Roma y a él mismo. Al principio se consideraba que el culto al emperador reinante les estaba permitido a los provincianos que no eran ciudadanos romanos, pero no a los que tenían esa dignidad.

Hubo un desarrollo inevitable. Es humano eso de adorar a un dios al que se puede ver, mejor que a un espíritu. Poco a poco la gente empezó a dar culto más y más al emperador mismo en vez de a la diosa Roma. Todavía se requería un permiso especial del senado para erigir un templo al emperador reinante; pero a mediados del siglo I d.C. se daba ya ese permiso con bastante libertad. El culto al césar se fue convirtiendo en la religión universal del Imperio Romano. Se instituyó un sacerdocio, y el culto se organizó en presbiterios, cuyos oficiales eran tenidos en alto honor. Este culto no se pretendía que desplazara a las otras religiones. Roma era esencialmente tolerante. Uno podía dar culto al césar y a otros dioses. Pero más y más, el culto al césar se convirtió en una prueba de lealtad política; llegó a ser, como ha dicho alguien, el reconocimiento del dominio del césar sobre el alma y la vida de las personas. Tracemos, pues, el desarrollo de este culto hasta la aparición de Apocalipsis y algo después.

(¡)Augusto, que murió el año 14 d.C., permitió el culto de Julio César, su gran predecesor. Permitió a los que no eran ciudadanos romanos en las provincias darle culto a él mismo, pero no permitió que lo hicieran los ciudadanos; y no hizo nada para animar ese culto.

(ii) Tiberio (14-37 d.C.) no pudo detener el culto al césar. Prohibió que se edificaran templos y que se ordenaran sacerdotes para darle culto a él; en una carta a Gitón, una ciudad de Laconia, se negó en redondo a que le rindieran homenaje como a un dios. Lejos de promover el culto al césar, lo que hizo fue frenarlo.

(iii) Calígula (37-41 d.C.), el siguiente emperador, era epiléptico, un chalado y megalómano. Insistió en reclamar honores divinos. Hizo lo posible por imponerles el culto al césar hasta a los judíos, que siempre habían estado y habrían de estar exentos. Hizo planes para colocar su propia imagen en el lugar santísimo del templo de Jerusalén, lo que habría provocado una rebelión inevitable. Por fortuna murió antes de llevar a cabo su plan; pero en su reinado tenemos un episodio en el que el culto al césar se convirtió en una exigencia imperial.

(iv) A Calígula le sucedió Claudio (41-54 d.C.), que le dio la vuelta totalmente a esa política insensata. Escribió al gobernador de Egipto -había un millón de judíos sólo en Alejandría- aprobando totalmente el rechazo de los judíos a llamar al emperador un dios, y concediéndoles libertad total para practicar su propio culto. Cuando ascendió al trono, escribió a Alejandría diciendo: «Lamento que se haya nombrado un sumo sacerdote para darme culto a mí y que se construyan templos, porque no quiero ofender a mis contemporáneos y creo que los altares sagrados y cosas semejantes se han dedicado en todas las edades a los dioses inmortales como honores que les eran debidos.»

(v) Nerón (54-68 d.C.) no tomaba su divinidad en serio, ni tampoco hizo nada para insistir en el culto al césar. Es verdad que persiguió a los cristianos; pero no fue porque se negaran a darle culto, sino ante la necesidad de encontrar chivos expiatorios por el gran fuego de Roma.

(vi) Tras la muerte de Nerón hubo tres emperadores en dieciocho meses -Galba, Otón y Vitelio, y en aquel tiempo caótico ni siquiera surgió la cuestión del culto al césar.

(vii) Los dos emperadores siguientes, Vespasiano (69-79 d.C.) y Tito (79-81 d.C.), fueron gobernadores prudentes que no insistieron en el culto al césar.

(viii) La llegada de Domiciano (81-96 d.C.) trajo un cambio radical. Era un demonio. Y lo peor de todo: un perseguidor de sangre fría. Con la excepción de Calígula, fue el primer emperador que tomó en serio su divinidad y exigió el culto al césar. La diferencia estaba en que Calígula era un demonio insensato, mientras que Domiciano era un demonio cuerdo, que es mucho más aterrador. Erigió un monumento cal divinizado Tito, hijo del divinizado Vespasiano.» Inició una campaña de persecución cruel contra todos los que no adoraran a los antiguos dioses -«los ateos» los llamaba. En particular dirigió su odio contra los judíos y los cristianos. Cuando llegaba al teatro con su emperatriz, la multitud tenía que ponerse en pie y gritar: «

¡Toda la gloria para nuestro Señor y su Señora!» Actuaba como si fuera un dios. Informaba a todos los gobernadores de las provincias que los anuncios y las proclamaciones del gobierno tenían que empezar: «Nuestro Señor y Dios Domiciano ordena…» Cualquiera que se dirigiera a él de palabra o por escrito había de empezar: «Señor y Dios.»

Aquí tenemos el trasfondo del Apocalipsis. Por todo el imperio todos tenían que llamar diosa Domiciano -o morir. El culto al césar era una política deliberada. Todos tenían que decir: « El César es Señor.» No había escapatoria. ¿Qué podían hacer los cristianos? ¿Qué esperanza tenían? No eran muchos de ellos sabios ni poderosos. No tenían ni influencia ni prestigio. Se había levantado contra ellos el poder de Roma, que ninguna nación había podido resistir. Se enfrentaban con la alternativa César o Cristo. Para animar a los cristianos en tales circunstancias se escribió Apocalipsis. Juan no cerraba los ojos a los terrores; vio cosas terribles que estaban sucediendo, y otras aún más terribles que se les echaban encima; pero por encima de ellas vio la gloria que esperaba a los que desafiaran al césar en su amor a Cristo. Apocalipsis nos llega de una de las épocas más heroicas de toda la Historia de la Iglesia Cristiana. Es verdad que el sucesor de Domiciano, Nerva (96-98 d.C.), revocó aquellas leyes salvajes; pero el daño estaba hecho, los cristianos estaban fuera de la ley, y Apocalipsis es un toque de clarín a ser fieles hasta la muerte para ganar la corona de la vida.

Un libro que vale la pena estudiar

No se pueden cerrar los ojos a las dificultades del Apocalipsis. Es el libro más difícil de la Biblia; pero vale la pena estudiarlo, porque contiene la fe radiante de la Iglesia Cristiana en días en que la vida era una pura agonía y los creyentes esperaban el fin de los cielos y de la tierra que conocían, pero creían que más allá del terror estaba la gloria, y por encima de los hombres furiosos estaba el poder de Dios.

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