Pedro y Juan se dirigían al Templo a las 3 de la tarde, que era una de las horas de oración. Y había a la puerta que se llama la Hermosa un hombre cojo de nacimiento, al que llevaban y dejaban allí todos los días para que pidiera limosna de todos los que entraban en el Templo.
Cuando vio que Pedro y Juan estaban a punto de entrar, les pidió una limosna. Pedro entonces le miró fijamente, y lo mismo hizo Juan.
-¡Fíjate en nosotros! – le dijo Pedro. El cojo fijó en ellos toda su atención, esperando que le dieran algo.
-No tengo ni plata ni oro -le dijo Pedro-, pero te doy lo que tengo: ¡En el Nombre del Mesías Jesús de Nazaret, ponte en pie y echa a andar!
Y le agarró de la mano derecha para levantarle. Al cojo se le fortalecieron los pies y los tobillos en el acto, se puso en pie de un salto y empezó a andar por allí; luego entró con ellos al Templo andando por su propio pie, dando saltos y alabando a Dios. Y todos los que le veían andar y alabar a Dios le reconocían como el que se sentaba a pedir limosna en la puerta Hermosa del Templo, y se quedaban asombrados y alucinados de lo que le había sucedido.
El día se consideraba que empezaba a las 6 de la mañana y terminaba a las 6 de la tarde. La hora tercia eran las 9 de la mañana; la sexta, el mediodía, y la novena, las 3 de la tarde; y estas tres eran las tres horas especiales de oración para los devotos judíos. Estaban de acuerdo en que la oración es eficaz a cualquier hora; pero consideraban que era doblemente preciosa cuando se hacía en el Templo. Es interesante notar que los apóstoles seguían observando las costumbres y los hábitos en que habían sido instruidos. En esta ocasión, era la hora de la oración, y Pedro y Juan iban al Templo como otros muchos. Ahora tenían una fe nueva, pero no la usaban como disculpa para dejar de cumplir la ley. Eran conscientes de que la nueva fe y la antigua disciplina podían y debían estar en armonía.
En Oriente era costumbre que los mendigos se pusieran a pedir limosna a la entrada de los templos y altares. Tales lugares se consideraban idóneos, lo mismo que ahora; porque, cuando la gente va a dar culto a Dios, está más dispuesta a ser generosa con sus semejantes desvalidos. El famoso poeta vagabundo galés W. H. Davies nos dice que uno de sus amigos nómadas le contó que, cuando llegaba a un pueblo, buscaba la torre de la iglesia con la cruz, y empezaba a pedir por allí cerca, porque había descubierto por experiencia que allí era más generosa la gente. El amor a Dios y al prójimo deben ir juntos.
Este incidente nos coloca cara a cara con la cuestión de los milagros en la era apostólica. Hay algunas cosas que conviene decir acerca de ellos:
(i) Esos milagros tuvieron lugar. Más adelante -en el capítulo 4, versículo 16-,leemos que el Sanedrín sabía muy bien que tenía que aceptar el milagro, porque no podía negarlo. Los enemigos del Cristianismo habrían sido los primeros en exponer la falsedad de los milagros si ese hubiera sido el caso; pero ni siquiera lo intentaron.
(ii) ¿Por qué dejaron de producirse? Se han hecho algunas sugerencias: (a) Hubo un tiempo en que los milagros eran necesarios. Eran, por así decirlo, las campanas que llamaban a la gente a la Iglesia Cristiana. Entonces se necesitaban como garantía de la verdad y del poder del Evangelio en su ataque inicial al mundo. (b) En aquel tiempo se daban dos circunstancias especiales: la primera, que había hombres apostólicos vivos que habían tenido una relación personal irrepetible con Jesucristo; y la segunda, que existía una atmósfera de expectación en la que la gente estaba dispuesta a creer en lo imposible, y esa fe se extendía como una inundación. Estas dos circunstancias unidas tuvieron efectos absolutamente únicos.
(iii) Pero la verdadera pregunta no es: «¿Por qué han dejado de producirse los milagros?»; sino: «¿Han dejado realmente de producirse?» Es un hecho universal que Dios no hace por los hombres lo que éstos pueden hacer por sí mismos. Dios ha revelado una nueva verdad y un nuevo conocimiento a los hombres, que siguen obrando milagros mediante esa revelación.
Como dijo cierto médico: «Yo pongo la venda, pero Dios es el que sana las heridas.» Hay milagros por todas partes, si hay ojos creyentes que los saben ver. Jesucristo discernía la obra de su Padre en la naturaleza y en la vida; sabía que Dios no ha dejado de actuar. Si bien está más allá de nuestra comprensión lo que se ha llamado « la economía del milagro», para la fe Dios está siempre presente, siempre en control, y lleva adelante su plan de amor para el bien de sus criaturas de una manera que no siempre podemos discernir ni comprender. Sus caminos no son nuestros caminos (Isaías 55:8).