Se dejaba un momento el becerro ante el altar; y entonces se procedía con una de las ceremonias únicas del Día de la Expiación. Se presentaban dos machos cabríos, y una urna con dos suertes: una estaba marcada Para Jehová; y la otra Para Azazel -que algunas veces se traduce por chivo expiatorio.
Se echaban las suertes, y se colocaba cada una en la cabeza de cada macho cabrío. Un trozo de tela escarlata, como una lengua, se ponía en el cuerno del macho cabrío para Azazel; y se dejaban los dos un momento. Entonces el sumo sacerdote se volvía hacia el becerro que estaba delante del altar, y lo mataba haciendo una incisión en el cuello y echando la sangre en un cacharro que tenía un sacerdote; había que estar moviendo el cacharro para que no se coagulara la sangre. Entonces llegaba el primero de los grandes momentos: el sumo sacerdote cogía carbones encendidos del altar y los ponía en el incensario; luego cogía incienso, y lo ponía en un recipiente especial; luego entraba en el Lugar Santísimo para quemar el incienso en la presencia de Dios. Estaba estipulado que no debía permanecer más tiempo del necesario « para no hacer que se aterrara el pueblo.» La gente estaba esperando, conteniendo literalmente el aliento; y cuando salía de la presencia de Dios todavía con vida, el suspiro general de alivio producía una ráfaga de aire.
Cuando salía el sumo sacerdote del Lugar Santísimo, cogía el cuenco de la sangre del becerro, volvía a entrar en el Lugar Santísimo y rociaba siete veces por arriba y otras siete por abajo. Salía, mataba el macho cabrío marcado para Jehová, entraba con su sangre otra vez al Lugar Santísimo y rociaba otra vez. Entonces salía, mezclaba las sangres del becerro y del macho cabrío y rociaba siete veces los cuernos del altar del incienso y el mismo altar. Lo que quedaba de la sangre se ponía al pie del altar del holocausto. Así se purificaban el Lugar Santísimo y el altar de cualquier contaminación que pudieran tener.
Y entonces llegaba la ceremonia más conmovedora: se traía el chivo expiatorio; el sumo sacerdote le imponía las manos y confesaba su pecado y el pecado del pueblo, y el chivo era conducido al desierto, « a tierra deshabitada», cargado con los pecados del pueblo, y allí se le soltaba para que se marchara lo más lejos posible, o quedara a merced de las fieras.
Luego, el sumo sacerdote se volvía al becerro y al chivo muertos, y los preparaba para el sacrificio. Todavía vestido de lino leía la Escritura: Levítico 16; 23:27-32, y repetía de memoria Números 29:7-11. Entonces oraba por el sacerdocio y por el pueblo. Una vez más se lavaba con agua y se ponía las vestiduras solemnes. Sacrificaba primero un cabrito por los pecados del pueblo; luego hacía los sacrificios normales de la tarde; luego sacrificaba las partes ya preparadas del becerro y del macho cabrío. A continuación se lavaba otra vez, se quitaba las vestiduras solemnes, se ponía las de lino blanco, y entraba por cuarta y última vez en el Lugar Santísimo para retirar el incensario que había estado ardiendo allí todo el tiempo. De nuevo se lavaba, se ponía las vestiduras solemnes, quemaba la ofrenda de incienso de la tarde, recortaba las mechas de las lamparillas del candelabro y daba por terminado su trabajo del día. Por la noche daba una fiesta para celebrar que había estado en la presencia de Dios y seguía vivo.
Ese era el ritual del Día de la Expiación, el día señalado para purificar de pecado todas las cosas y al pueblo. Esto era lo que tenía en mente e iba a explicar a continuación el autor de Hebreos. Pero también estaba pensando en otras cosas.