Hebreos 4: El reposo que no osaremos perder

El sumo sacerdote ideal

Por tanto, como tenemos un Sumo Sacerdote grande por naturaleza que ha pasado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengámonos firmes en nuestra confesión de fe. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda sentir con nosotros en nuestras debilidades, sino Uno que ha pasado por todas las tentaciones exactamente como nosotros, pero sin sucumbir al pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente a Su trono de Gracia para recibir misericordia y encontrar gracia que nos ayude como lo requiera la necesidad.

Aquí nos introducimos en el meollo de la gran concepción característica de Hebreos: que Jesús es el Sumo Sacerdote perfecto. Su misión es traer al hombre la Palabra de Dios, e introducir al hombre en la presencia de Dios. El Sumo Sacerdote tiene que conocer perfectamente y al mismo tiempo a Dios y al hombre. Esta es la misión de Jesús que esta epístola nos presenta magistralmente.

(i) Este pasaje empieza haciendo hincapié en la sublime grandeza y en la absoluta divinidad de Jesús. Él es grande por naturaleza; no por los honores que Le hayan concedido los hombres ni por adornos exteriores, sino por la misma esencia de Su ser. Ha pasado los cielos; esto puede querer decir dos cosas. En el Nuevo Testamento encontramos diversos sentidos de la palabra cielo. Uno era el cielo del aire, de las nubes y de las estrellas, lo que podríamos llamar el firmamento. Otro era el de la presencia de Dios, el tercer Cielo al que Pablo fue admitido en la experiencia a la que alude en 2 Corintios 12:2. Puede referirse a los cielos de las nubes y de las estrellas, y puede referirse al Cielo de la presencia de Dios. Esto puede querer decir que Jesús ha pasado a través de todos los cielos que pueda haber, y está en la misma presencia de Dios; puede querer decir lo que la poetisa Christina Rossetti cuando dijo: «El Cielo no le puede contener.» Jesús es tan grande que hasta el Cielo es demasiado pequeño para Él. Nadie ha presentado la sublime grandeza de Jesús como el autor de Hebreos.

(ii) Y entonces vuelve a otro plano más próximo a nosotros. Nadie ha estado más seguro de la total identificación de Jesús con los hombres. Él pasó por absolutamente todo lo que un hombre tenga que pasar, y es como nosotros en todo, excepto que superó todas las pruebas sin contaminarse de pecado. Antes de que volvamos a examinar más de cerca el sentido de esto, debemos tomar nota de algo. El hecho de que Jesús fuera sin pecado quiere decir que Él conoció honduras y tensiones y asaltos de la tentación que nosotros no conoceremos nunca. Lejos de ser Su batalla más fácil, fue incalculablemente más difícil. ¿Por qué? Por esta razón: nosotros sucumbimos a la tentación mucho antes de que el tentador haya agotado todos los recursos de su poder. No conocemos nunca lo más feroz de la tentación porque nos rendimos mucho antes de llegar a ese punto. Pero Jesús fue tentado con mucha más fuerza, porque en Su caso el tentador empleó absolutamente toda su astucia y su fuerza en el asalto. Vamos a compararlo con lo que sucede con el dolor físico: hay un grado de dolor que un ser humano puede soportar; y, cuando se pasa ese grado, se pierde el conocimiento; de modo que hay agonías de dolor que no se experimentan nunca. Eso es lo que pasa con la tentación: nos rendimos ante ella al llegar a un cierto punto; pero Jesús llegó a nuestro límite, y mucho más adelante, y no sucumbió. Es verdad que fue tentado en todos los sentidos como nosotros; pero también es verdad que ninguno de nosotros será tentado hasta el punto que lo fue Jesús.

(iii) Esta experiencia de Jesús tuvo tres consecuencias.

(a) Le dio el don de la simpatía. Aquí hay algo que debemos comprender, pero que nos resulta muy difícil. La idea cristiana de Dios como un Padre amante forma ya parte de las entretelas de nuestro pensamiento y sentimiento; pero entonces era totalmente nueva. Para los judíos, la idea básica acerca de Dios era la santidad, que quiere decir que Dios es totalmente diferente de nosotros. En ningún sentido se puede decir que Dios comparte nuestra experiencia humana; Dios es de hecho incapaz de compartirla precisamente porque es Dios. Esto era aún más claro para los griegos. Los estoicos, los pensadores griegos más elevados, decían que el principal atributo de Dios era la apatheía, por lo que entendían una incapacidad esencial para sentir nada en absoluto. Lo razonaban diciendo que, si una persona puede sentir dolor o alegría por algo, eso quiere decir que tal cosa puede influir en ella y, por tanto, por lo menos en esa ocasión, es superior a ella. Nada ni nadie debe poder afectar a Dios, porque eso querría decir que es superior a Él. Dios está más allá de todo sentimiento. La otra escuela griega era la de los epicúreos, que decían que los dioses viven en perfecta felicidad en lo que llamaban intermundia, el espacio entre los mundos; y ni siquiera sabían que hubiera un mundo con personas que sufrían en él. Los judíos tenían un Dios que era diferente; los estoicos, dioses que eran insensibles; los epicúreos, dioses totalmente desconectados. A esos mundos de pensamiento vino el Evangelio con la idea de un Dios que había sufrido voluntariamente todas las experiencias humanas. Plutarco, uno de los griegos más religiosos, declaraba que era blasfemia implicar a los dioses en los asuntos de este mundo. El Cristianismo describe a Dios, no solamente implicado, sino identificado con el sufrimiento del mundo. Nos es imposible darnos cuenta de la revolución que trajo el Cristianismo en lo referente a la relación de Dios con la humanidad. Hacía siglos que no se hablaba más que de un dios inasequible; y ahora descubrían a un Dios que compartía y asumía el sufrimiento humano.

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