Como la Ley no es más que una sombra imprecisa de las bendiciones que están por venir y no la verdadera imagen de estas cosas, no puede nunca realmente capacitar para la comunión con Dios a los que hacen lo posible por acercarse a Su presencia por medio de los sacrificios, que hay que seguir ofreciendo indefinidamente año tras año. Porque, si ese fin se pudiera conseguir con esos medios, ya se habría conseguido y se habrían dejado de ofrecer sacrificios; porque los que hacen ese culto ya habrían llegado de una vez para siempre a un estado de pureza tal que habrían dejado de tener conciencia de pecado. Pero, lejos de eso, año tras año celebran este memorial del pecado. Porque es imposible que la sangre de becerros y de machos cabríos quite el pecado. Por eso dice Él al entrar en el mundo: «Tú no deseabas sacrificio y ofrenda; es un cuerpo lo que has preparado para Mí. A Ti no te complacían holocaustos y ofrendas por el pecado. Así es que Yo dije: «Para eso vengo -en la cubierta del libro está escrito refiriéndose a Mí-, para hacer, oh Dios, Tu voluntad. «»
Al principio de este pasaje dice: «Tú no deseabas ni sacrificios ni ofrendas ni holocaustos ni ofrendas por el pecado, ni te producían ningún placer», y es precisamente eso lo que prescribe la Ley. Por eso dice a continuación: «Mira, vengo a hacer Tu voluntad.» Así cancela la clase de ofrendas a las que se hace referencia en la primera cita a fin de establecer la clase de ofrenda a la que se refiere la segunda. Es por medio de la voluntad como hemos sido purificados; por medio de la Ofrenda hecha de una vez para siempre del cuerpo de Cristo.
Para el autor de Hebreos, todo el asunto de los sacrificios no era más que una copia imprecisa del Culto verdadero. El cometido de la religión es poner al hombre en íntima relación con Dios, y eso es algo que no podían realizar nunca aquellos sacrificios. Todo lo que podían conseguir era darle al hombre un contacto distante y espasmódico con Dios. Usa dos palabras clave para indicar lo que quiere decir. Dice que estas cosas no son más que una sombra imprecisa. La palabra que usa es skiá, la palabra griega para sombra, que quiere decir un reflejo nebuloso, una mera silueta, una forma sin realidad. Dice que no dan una imagen real. Usa la palabra eikón, que quiere decir una representación completa, una reproducción detallada. Significa realmente un retrato, y podría haber significado una fotografía si las hubiera habido en aquel tiempo. Lo que realmente dice es: «Sin Cristo no podéis llegar más allá de las sombras de Dios.»
Presenta pruebas. Año tras año se sucedían los sacrificios del tabernáculo, y especialmente los del Día de la Expiación.
Una cosa que funciona no se tiene que repetir tanto; el mismo hecho de la repetición de estos sacrificios es la prueba final de que no purifican el alma ni conceden un acceso definitivo y pleno a Dios. Nuestro autor llega más lejos: dice que son un memorial del pecado. Lejos de purificar al hombre, lo que hacen es recordarle su impureza, y que sus pecados siguen bloqueando su acceso a Dios.
Pongamos un ejemplo. Una persona está enferma. Se le prescribe una botella de medicina. Si esa medicina le devuelve la salud, cada vez que la vea después, dirá: «Eso es lo que me devolvió la salud.» Pero si, por el contrario, la medicina no produce ningún efecto, cada vez que vea la botella le recordará que sigue enfermo y que el supuesto remedio fue ineficaz.
Por eso el autor de Hebreos dice con vehemencia profética: « El sacrificio de animales es impotente para purificar al hombre y darle acceso a Dios. Para lo único que sirve es para recordarle su pecado, y que la barrera que levanta entre él y Dios sigue ahí.» Lejos de borrar el pecado, lo subraya.
El único Sacrificio efectivo es el de Jesucristo. Para aclarar y explicar lo que está en su mente, el autor de Hebreos hace una cita del Salmo 40:6-9, que dice en el original: Tú no deseas ni sacrificio ni ofrenda, pero me has dado un oído abierto.
Holocausto y expiación por el pecado no has demandado. Entonces dije: ¡Mírame, ya vengo!
En el envoltorio del libro está escrito de Mí: «Mi delicia es hacer Tu voluntad, oh Dios mío.»
Es posible que « me has dado un oído abierto», o «has abierto mis oídos» sea una referencia a lo que se hacía con el que quería seguir siendo esclavo de un señor (Cp. Éxodo 21:6; Deuteronomio 15:17), lo que aludiría a la voluntaria obediencia de Jesús, el Siervo del Señor; y «en el envoltorio del libro está escrito de Mí» (antigua Reina-Valera) posiblemente alude a la cubierta de los libros, que entonces se escribían en la forma de rollos, y sería como el lema o título de la vida del Siervo del Señor: « Mi delicia es hacer Tu voluntad, oh Dios mío.»
El autor de Hebreos lo pone un poco diferente en la segunda línea: «Es un cuerpo lo que has preparado para Mí.» La explicación es que no citaba del original hebreo, sino de la Septuaginta, la traducción griega del Antiguo Testamento que se empezó en Alejandría hacia el año 270 a.C. No cabe duda de que, en el mundo antiguo, muchos más podían leer griego que hebreo, hasta entre los judíos de la diáspora de los que parece haber sido el autor de Hebreos. En cualquier caso, el sentido de las dos frases es el mismo. «Tú me has dado un oído abierto» quiere decir «Tú me has tocado de tal manera que obedezco todo lo que me dices.» Es el oído obediente lo que menciona el salmista, porque oír y obedecer eran ideas muy próximas en hebreo. « Es un cuerpo lo que has preparado para Mí» quiere decir realmente: «Tú me has dotado de un cuerpo para que haga Tu voluntad en él y con él.» En esencia, las dos frases quieren decir lo mismo.
El autor de Hebreos toma las palabras del salmo y las pone en boca de Jesús « al entrar en el mundo». Lo que quiere decir es que Dios no quiere sacrificios de animales sino obediencia a Su voluntad. Los sacrificios son gestos por medio de los cuales se toma algo que se aprecia mucho y se Le da a Dios como muestra de amor. Pero, como la naturaleza humana es como es, era fácil que la idea se degenerara, y se pensara que al ofrecer sacrificio se compraba el perdón de Dios.
En cierto sentido, el autor de Hebreos no estaba diciendo nada tan totalmente nuevo; hacía mucho tiempo que los profetas se habían dado cuenta de que los sacrificios se habían degenerado, y le habían dicho al pueblo que lo que Dios quería no era la carne y la sangre de los animales, sino la obediencia de la vida entera del hombre. Ese era precisamente uno de los pensamientos más nobles del Antiguo Testamento.
Y Samuel dijo: ¿Se complace el Señor tanto en los holocaustos y las víctimas como en que se obedezca a las palabras del Señor? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros (1 Samuel 15:22). Sacrifica a Dios alabanza, y paga tus votos al Altísimo (Salmo 50:14).
Porque Tú no quieres sacrificio, que yo lo daría; no quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás Tú, oh Dios (Salmo 51:16, 17).
Porque misericordia quiero, y no sacrificio; y conocimiento de Dios más que holocaustos (Oseas 6:6).
¿Para qué Me sirve, dice el Señor, la multitud de vuestros sacrificios? Hastiado estoy de holocaustos de carneros y de sebo de animales gordos; no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos… No Me traigáis más vana ofrenda; el incienso Me es abominación… Cuando extendáis vuestras manos, Yo esconderé de vosotros Mis ojos; asimismo, cuando multipliquéis la oración, Yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos… Dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien (Isaías 1:11-20).
¿Con qué me presentaré ante el Señor, y adoraré al Dios Altísimo? ¿Me presentaré ante Él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará el Señor de millares de carneros, o de miríadas de arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? Oh hombre, Él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide el Señor de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y conducirte humildemente con tu Dios (Miqueas 6:6-8).
Siempre había habido voces que proclamaban que el único sacrificio agradable a Dios era la obediencia. Nada más que la obediencia podía abrir el acceso a Dios; la desobediencia era lo que levantaba la barrera que no podía apartar ningún sacrificio de animales. Jesús fue el Sacrificio perfecto porque cumplió perfectamente la voluntad de Dios. Se presentó ante Dios, y Le dijo: «Aquí me tienes. Haz conmigo lo que quieras.» Él Le ofreció a Dios en representación de la humanidad lo que no había podido ofrecerle ningún ser humano: la obediencia perfecta, que es el Sacrificio perfecto.
Si hemos de mantener una relación filial con Dios, la obediencia es el único medio. Jesús Le ofreció a Dios el perfecto Sacrificio que ninguna persona podía ofrecer. En Su humanidad perfecta ofreció el Sacrificio perfecto de la obediencia perfecta.
Así quedó abierto de una vez para siempre para todos nosotros el camino hacia Dios.
Cristo es definitivo
También, todos los sacerdotes están de pie ocupados en su servicio; están de pie ofreciendo una y otra vez los mismos sacrificios, que son de una clase que no puede eliminar el pecado. Pero Cristo ofreció un único Sacrificio por el pecado, y seguidamente tomó asiento para siempre a la diestra de Dios, donde permanece sentado a la espera de que todos sus enemigos sean puestos a Sus pies. Porque con una sola Ofrenda eficaz para todo el tiempo nos dio la purificación que necesitamos para entrar a la presencia de Dios. El Espíritu Santo es nuestro testigo en esto; porque, después de decir: «Este es el Pacto que Yo haré con ellos después de estos días -dice el Señor- : Pondré Mis leyes en sus corazones; se las escribiré en la mente, » -dice seguidamente- : «Y no me acordaré ya jamás de sus pecados ni de sus transgresiones.» Está claro que, si ha habido un perdón general, ya no hacen ninguna falta los sacrificios por los pecados.
Una vez más, el autor de Hebreos traza una serie de contrastes implícitos entre el Sacrificio que ofreció Jesús y los de animales del sacerdocio aarónico.
(i) Subraya el carácter definitivo del Sacrificio de Jesús. Lo ofreció una sola vez, pero es efectivo para siempre. Los sacrificios levíticos tenían que repetirse todos los días y, a pesar de eso, no eran realmente efectivos. Mientras el templo estuvo en pie, tenían que ofrecerse los siguientes sacrificios (Números 28:3-8): Todas las mañanas y las tardes, un cordero de un año que no tuviera ningún defecto se ofrecía en holocausto, juntamente con la ofrenda de harina, que era la décima parte de un efa -37 litros- de flor de harina amasada con un cuarto de hin -6,2 litros-de aceite de olivas machacadas. Se hacía también la libación, que era un cuarto de hin de vino.
Además estaba la ofrenda diaria de harina del sumo sacerdote, que consistía en un décimo de efa de flor de harina mezclada con aceite y cocido en un cacharro plano; la mitad por la mañana y la otra mitad por la tarde. Además se ofrecía incienso antes de las otras ofrendas, mañana y tarde. Era una rutina continua y fatigosa. El proceso no tenía fin y lo malo era que dejaba al pueblo tan culpable de pecado y alejado de Dios como antes.
Por el contrario, Jesús ofreció el Sacrificio que ni podía ni necesitaba repetirse.
(a) No podía repetirse. Hay algo irrepetible en todas las grandes obras. Se pueden repetir las cancioncillas populares o de moda ad infinitum, una tras otra; pero no se pueden repetir las grandes sinfonías de Beethoven; no se escribirá jamás nada semejante. Se pueden repetir los versos de las tarjetas de felicitación o de las revistas sensibleras; pero no se pueden repetir los exámetros de la Ilíada de Homero, o las liras de Juan de la Cruz. Quedan como cosas únicas, irrepetibles. ¡Con cuánta más razón el Sacrificio de Cristo! Es su¡ generis, una de esas obras maestras que no se pueden hacer otra vez.
(b) No hay necesidad de repetirlo. Por una parte, el Sacrificio de Jesús muestra el amor de Dios de una manera definitiva.
En aquella vida de servicio y en aquella muerte de amor, se nos despliega totalmente el corazón de Dios. Mirando a Jesús podemos decir: «Así es Dios.» Por otra parte, la vida y muerte de Jesús fueron un acto de obediencia perfecta y, por tanto, el único Sacrificio perfecto. Toda la Escritura, en sus inalcanzables alturas y en sus insondables profundidades, declara que el único sacrificio que Dios desea es la obediencia; y, en la vida y muerte de Jesús, ése precisamente fue el Sacrificio que Dios recibió. La perfección no se puede mejorar. En Jesús se dan unidas la perfecta revelación de Dios y la perfecta ofrenda de obediencia. Por tanto, Su Sacrificio ni se puede ni hay por qué repetirlo nunca. Los sacerdotes deben y pueden seguir con su fatigosa rutina interminable; pero el Sacrificio de Cristo se hizo una vez para siempre.
(ii) Subraya la exaltación de Jesús. Escoge las palabras con cuidado, cosa que no se ve con claridad en la Reina-Valera. Los sacerdotes están de pie para ofrecer sacrificios; no se dice que se sentaran nunca mientras cumplían su ministerio en el templo, y mucho menos el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo. Pero Cristo ha tomado asiento a la diestra de Dios, donde permanece sentado. La postura de los sacerdotes es la que corresponde a los siervos; la Suya es la propia de un Monarca. Jesús es el Rey que ha vuelto a Su palacio, después de cumplir Su misión y de obtener la victoria. Hay una totalidad en la vida de Jesús que tal vez deberíamos considerar más. Su vida sería incompleta sin Su muerte; Su muerte, sin Su Resurrección; Su Resurrección, sin Su vuelta a la Gloria. Es el mismo Jesús el Que vivió, y murió, y resucitó, y está a la diestra de Dios. No es meramente un santo que vivió una vida ejemplar, ni un mártir que sufrió una muerte heroica, ni una figura que ha vuelto a la compañía de los suyos.Es el Señor de la Gloria. Su vida es como una serie de tapices en los que se representa una historia; mirando uno solo no comprendemos el significado; hay que mirarlos todos, en su conjunto, para captar su grandeza.
(iii) Subraya el triunfo final de Jesús, Que está a la espera del sometimiento final de sus enemigos; al final, habrá un universo en el que Él reinará supremo. Cómo se haya de llegar a eso no lo podemos comprender ahora; pero puede que ese sometimiento final no quiera decir la extinción de Sus enemigos, sino su sumisión a Su amor. Será el amor el que obtenga la victoria final.
Finalmente, como es su costumbre, el autor de Hebreos refuerza su argumento con una cita de la Sagrada Escritura.
Jeremías, al hablar del Nuevo Pacto -que no se le impondrá a nadie desde fuera, sino que estará escrito en el corazón-, acaba diciendo: « No me acordaré más de su pecado» (Jeremías 31:34). Gracias a Jesús, la barrera del pecado ha desaparecido.
Quién es cristo para nosotros
Así que, hermanos, como podemos entrar confiadamente en el Lugar Santísimo en virtud de lo que la Sangre de Jesús ha hecho por nosotros, por el Camino nuevo y vivo que Jesús ha inaugurado para nosotros a través del Velo -es decir, a través de su humanidad- ; y, puesto que tenemos tal Sumo Sacerdote sobre la Casa de Dios, acerquémonos a la presencia de Dios con un corazón en el que more la sinceridad y con la plena convicción de la fe, con el corazón rociado para que esté limpio de toda conciencia de maldad y con el cuerpo lavado en agua pura. Mantengamos firme y sin desviaciones la esperanza de nuestra profesión de fe, porque podemos depender absolutamente del Que nos ha hecho las promesas; y apliquemos nuestra mente a la tarea de estimularnos mutuamente al amor y a las buenas obras. No descuidemos el reunirnos con los hermanos, que es algo que algunos han tomado por costumbre; sino animémonos unos a otros, y mucho más cuando vemos que se acerca el Día.
El autor de Hebreos llega aquí a las consecuencias prácticas de todo lo que ha estado diciendo. De la teología pasa a la exhortación práctica. Es uno de los teólogos más profundos del Nuevo Testamento, pero toda su teología está gobernada por el sentido pastoral. No piensa sólo para sentir la emoción de la aventura intelectual, sino para apelar con más fuerza a los hombres para que entren en la presencia de Dios.
Empieza diciendo tres cosas de Jesús.
(i) Jesús es el Camino vivo a la presencia de Dios. Entramos a la presencia de Dios a través del Velo, es decir, la humanidad de Jesús. Es una idea difícil, pero lo que quiere decirnos es lo siguiente: En el tabernáculo, había un velo delante del Lugar Santísimo que ocultaba la presencia de Dios. Para que los hombres entráramos a esa presencia, el velo tenía que ser rasgado. La humanidad de Jesús era lo que velaba Su divinidad. Fue cuando fue rasgado Su cuerpo físico en la Cruz cuando los hombres pudimos ver realmente a Dios. Jesús mostró a Dios a lo largo de toda Su vida; pero fue en la Cruz donde se reveló a las claras y totalmente el amor de Dios. Como al rasgarse el velo del Lugar Santísimo quedó abierto el acceso a la presencia de Dios, así al rasgarse en la Cruz la humanidad de Cristo se reveló plenamente la grandeza de Su amor y se abrió definitivamente el acceso a
Dios.
(ii)Jesús es el gran Sumo Sacerdote sobre la Casa de Dios en el Cielo. Como hemos visto a menudo, la misión del sumo sacerdote era tender un puente entre Dios y el hombre. Esto quiere decir que Jesús, no sólo nos muestra el camino hacia Dios, sino que también nos introduce a Su misma -presencia. Cualquiera puede indicar a otra persona el camino al palacio real, pero no introducirla a la presencia del Rey. Pero Jesús sí.
(iii) Jesús es el único que puede limpiar de veras la mancha del pecado. En el ritual sacerdotal, las cosas santas se purificaban rociándose con la sangre de los sacrificios. El sumo sacerdote se tenía que bañar una y otra vez en el mar de bronce con agua limpia. Pero estas cosas eran ineficaces para quitar la verdadera contaminación del pecado. Jesús es el único que puede limpiar de veras al hombre. La Suya no es una purificación meramente externa; con Su presencia y con Su Espíritu limpia los pensamientos y los deseos más íntimos de una persona hasta que queda totalmente limpia.
De aquí pasa el autor de Hebreos a hacer una triple exhortación.
(i) Acerquémonos a la presencia de Dios. Es decir, no nos olvidemos nunca de darle culto. A toda persona humana se le permite vivir en dos mundos: el del espacio y el tiempo, y el de las cosas eternas. Pero corremos peligro de estar tan ocupados en las cosas de este mundo que olvidamos el otro. Al empezar y al terminar el día y de cuando en cuando en medio de nuestras actividades debemos apartarnos, aunque sólo sea un momento, y entrar en la presencia de Dios. Todos llevamos siempre con nosotros nuestro santuario íntimo, así que no nos olvidemos de entrar en él. O, lo que es lo mismo: no Le tengamos esperando indefinidamente a la puerta, como confesaba Lope de Vega en un famoso soneto: ¡Cuántas veces el ángel me decía: -¡Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía! Y cuántas, Hermosura soberana, -¡Mañana Le abriremos! -respondía, para lo mismo responder mañana.
(ii) Mantengamos firme y sin desviarnos la esperanza de nuestra profesión de fe. Es decir, no nos soltemos de lo que creemos: Voces cínicas tratarán de apartarnos de nuestra fe; los materialistas intentarán con sus argumentos hacer que nos olvidemos de Dios; los azares y avatares de la vida conspirarán para sacudir nuestra fe. Stevenson decía que él creía tanto en la decencia suprema de las cosas que, si se despertara en el infierno, seguiría creyendo igual; debemos mantenernos tan agarrados a la fe que nada nos haga soltarnos.
(iii) Apliquemos nuestra mente ala tarea de estimularnos mutuamente al amor y alas buenas obras. Es decir: acordémonos de que somos cristianos no sólo por cuenta propia, sino también por cuenta ajena. Nadie conseguirá salvarse si no está pendiente nada más que de salvarse; pero muchos se han salvado preocupándose tanto por los demás que se olvidaron de sí mismos. Es fácil acomodarse en un cristianismo fácil; pero el Cristianismo y el egoísmo son incompatibles.
El autor de Hebreos pasa a trazar nuestro deber para con los demás de una manera de lo más práctica, en tres direcciones.
(i) Debemos animarnos mutuamente a vivir con nobleza. La mejor manera de hacerlo es con el ejemplo. Podemos hacerlo recordándoles a los otros sus tradiciones, sus privilegios y sus responsabilidades cuando estén en peligro de olvidarlos. Se ha dicho que un santo es alguien en quien Cristo vive otra vez; y debemos tratar siempre de animar a otros a la bondad mostrándoles a Cristo. Acordémonos del soldado moribundo que fijaba la mirada en la enfermera cristiana Florence Nightingale y murmuraba: « Tú eres Cristo para mí.»
(ii) No descuidemos el reunirnos con los hermanos en el culto. Había algunos entre los destinatarios de la Carta a los Hebreos que habían abandonado el hábito de reunirse con los hermanos. Es posible que alguien se considere cristiano y, sin embargo, deje de reunirse con el pueblo de Dios para dar culto a Dios en la casa de Dios en el día de Dios. Puede que trate de ser lo que llamaba Moffatt «una partícula piadosa», un cristiano en solitario. Moffatt especifica tres razones que hacen que una persona deje de reunirse con sus hermanos en el culto.
(a) Puede que no vaya a la iglesia por miedo. Puede que le dé vergüenza que le vean ir a la iglesia. Puede que viva o trabaje con gente que se ríe de los que van. Puede que tenga amigos que no tienen tiempo para esas cosas, y tema sus críticas o burlas. Así es que puede que trate de ser un discípulo secreto; pero se ha dicho con mucha razón que eso es imposible, porque, o «el discípulo» acaba con « el secreto», o « el secreto» acaba con « el discípulo». Debemos tener presente que, aparte de otras cosas, el ir a la iglesia es dar muestras de fidelidad. Aunque los sermones nos parezcan aburridos y los cultos sosos, el asistir nos da ocasión de dar testimonio de nuestra fe.
(b) Puede que no vaya, o que deje de ir, por tiquismiquis. Puede que le fastidie relacionarse con gente que « no es como uno.» Hay iglesias que son más clubes que congregaciones. Puede que estén en barrios que han venido a menos, y a los que siguen siendo miembros no les hace ilusión que vaya todo el mundo; o viceversa, es decir, que los que van a la iglesia son gente vulgar. No debemos olvidar que no hay vulgo para Dios. Fue por todos por los que Cristo murió, y no sólo por la gente respetable.
(c) Puede que no vaya por engreimiento. Puede que se crea que no necesita de la iglesia, o que está por encima de lo que se hace y dice allí. El esnobismo social ya es malo; pero el intelectual, y no se diga el espiritual, son mucho peor. El más sabio sabe que es un ignorante para Dios; y el más fuerte, que es débil ante la tentación. Nadie puede vivir la vida cristiana si descuida la comunión de la iglesia. El que crea que puede, debe recordar que no se va a la iglesia sólo para recibir, sino también para dar. Si cree que la iglesia tiene faltas, su deber sería ir a ayudar a superarlas.
(iii) Debemos animarnos mutuamente. Uno de los deberes humanos más elevados es el del estímulo. Hay una regla en la marina británica que dice: «Ningún oficial dirá nada que infunda desánimo a otro oficial en el cumplimiento de su deber.»
Elifaz le reconoció a regañadientes a Job una buena cualidad, que Moffatt tradujo: «Tus palabras han mantenido en pie a otros»
(Job 4:4). Barrie le escribió una vez a Cynthia Asquith: «Tu primer impulso siempre es telegrafiar a Jones para decirle aquello tan bueno que Brown le dijo de él a Robinson. Con eso has sembrado mucha felicidad.» Es fácil reírse de los ideales de otros, o darle un baño de agua fría a su entusiasmo para desanimarlos; pero nosotros tenemos el deber cristiano de animar a los hermanos. Muchas veces una palabra de aprecio o de gracias o de alabanza le ha mantenido a uno en pie. Bienaventurados los que saben decirla.
Por último, el autor de Hebreos dice que el deber que tenemos los unos para con los otros es más urgente porque el tiempo es corto. «Mucho más cuando vemos que se acerca el Día.» Está pensando en la Segunda Venida de Cristo, cuando llegará el fin de las cosas tal como las conocemos ahora. La Iglesia Primitiva vivía con esa expectación. ¿Vivimos nosotros igual? En cualquier caso, debemos darnos cuenta de que ninguno sabemos « el día ni la hora» en que se nos llamará a dar cuenta. Mientras tengamos tiempo tenemos la obligación de hacerles todo el bien que podamos a todas las personas que podamos de todas las maneras que podamos.
El peligro que encierran todas las cosas
Porque, si pecamos a sabiendas después de haber recibido el pleno conocimiento de la verdad, ya no hay más sacrificio por el pecado. Lo único que nos queda es esperar aterrados el juicio y la ira ardiente que consumirá a los adversarios de Dios. Cualquiera que toma la Ley de Moisés como letra muerta muere sin piedad con que dos o tres testigos den evidencia. ¡Cuánto peor castigo -¿no creéis?- merecerá el que haya pisoteado al Hijo de Dios, o haya tomado como algo sin importancia la Sangre del Nuevo Pacto que le hizo apto para estar en la presencia de Dios, y se haya burlado del Espíritu Santo por medio de Quien viene a nosotros la Gracia! Porque nosotros sabemos Quién es el Que dijo: «A Mí corresponde hacer venganza; soy Yo Quien ha de dar el merecido»; y otra vez: «El Señor juzgará a Su ‹ pueblo.» ¡Es aterrador el caer en las manos del Dios vivo!
De cuando en cuando, el autor de Hebreos habla con una dureza que casi no tiene paralelo en el Nuevo Testamento. Pocos escritores tienen un sentimiento comparable del absoluto horror del pecado. En este pasaje, sus pensamientos vuelven a las instrucciones inexorables de Deuteronomio 17:2-7. Allí se establece que, si se demuestra que una persona ha ido tras dioses extraños y les ha dado culto, «sacarás a tus puertas al hombre o a la mujer que hubiere hecho esta mala cosa, sea hombre o mujer, y los apedrearás, y así morirán. Por dicho de dos o tres testigos morirá el que hubiere de morir; no morirá por el dicho de un solo testigo. La mano de los testigos caerá primero sobre él para matarlo, y después la mano de todo el pueblo; así quitarás el mal de en medio de ti.»
El autor de Hebreos tiene tal horror al pecado por dos razones.
(a) La primera es porque vivía en un tiempo cuando la Iglesia había sufrido persecución y pronto volvería a sufrirla otra vez. Su mayor peligro era el mal vivir y la apostasía de sus miembros. Una iglesia en tales circunstancias no se podía permitir tener miembros que no dejaran en buen lugar la fe cristiana. Sus miembros tenían que ser fieles. Eso sigue siendo verdad. Dick Shepperd pasó la mayor parte de la vida predicando al aire libre a gente hostil o indiferente a la iglesia. De sus preguntas, discusiones y críticas, dijo que había aprendido que « la mayor pega que le encuentran a la iglesia son las vidas insatisfactorias de los que se confiesan cristianos.» Eso es lo que mina los mismos cimientos de la iglesia.
(b) La segunda razón es que estaba seguro de que el pecado se había vuelto doblemente peligroso por el nuevo conocimiento de Dios y de Su voluntad que nos ha traído Jesús. Uno de los antiguos maestros de la Iglesia escribió una especie de catecismo, que termina preguntando qué pasará si la humanidad no presta atención al ofrecimiento de Jesucristo; y contesta que se atraerá la condenación, « y mucho más por haber leído tú este libro.» Cuanto mayor es el conocimiento, mayor es el pecado. El autor de Hebreos estaba convencido de que, si bajo la vieja Ley la apostasía era tan terrible, se había vuelto doblemente terrible ahora que Cristo había venido.
Nos da tres definiciones del pecado.
(i) El pecado es pisotear a Cristo. No es meramente cometer un acto de rebeldía contra la Ley, sino herir al amor. Una persona puede soportar casi cualquier ataque a su cuerpo; lo que le puede es que le hieran el corazón. Se dice que en los días del terror de Hitler había un hombre en Alemania al que arrestaron, juzgaron, torturaron y metieron en un campo de concentración. Todo lo arrostró valerosamente, y salió erguido y entero. Pero entonces descubrió por accidente quién le había delatado, que había sido su propio hijo. Aquello le deshizo, y acabó con su vida. Pudo soportar el ataque de sus enemigos; pero la traición de un ser amado le mató. Cuando asesinaron a César, dio la cara a sus asesinos con un valor despectivo; pero cuando vio entre ellos a su amigo Bruto listo para herirle, dijo: «¿Tú también, hijo mío?»; se cubrió el rostro con la túnica y murió. Una vez que ha venido Cristo, el horror del pecado no está en quebrantar la Ley, sino en pisotear el amor de Cristo.
(ii) El pecado es negarse a ver lo sagrado de las cosas sagradas. El sacrilegio es la cosa más horrible. Lo que dice realmente el autor de Hebreos es: «Mirad lo que habéis hecho; mirad la Sangre derramada y el Cuerpo destrozado de Cristo; mirad lo que costó restaurar vuestra relación con Dios… ¿Podéis tratarlo como algo que no tiene importancia? ¿No veis lo sagrado que es todo esto?» E1 pecado es negarse a ver lo sagrado de aquel Sacrificio en la Cruz.
(ii) El pecado es un insulto al Espíritu Santo, Que nos habla desde dentro de nosotros mismos para decirnos lo que está bien y lo que está mal, tratando de hacernos parar cuando estamos en el camino del pecado, y de animarnos a proseguir cuando corremos peligro de pararnos o despistarnos o dejarnos llevar a la deriva. No prestar atención a esas voces es insultar al Espíritu Santo y entristecer el corazón de Dios.
En todo este pasaje hay algo que resalta. El pecado no es desobediencia a una ley impersonal; es echar a perder una relación personal y herir el corazón del Dios que es un Padre.
El autor de Hebreos termina su exhortación con una cita de Deuteronomio 32:35, 36 donde se ve claramente la seriedad de Dios. En el corazón del Evangelio siempre habrá una advertencia. Pretender ignorarla es despojar a la fe de su importancia. No se nos dice que a fin de cuentas todo da lo mismo. No se puede evadir el hecho de que al final habrá un juicio.
El peligro de resbalar
Recordad los días pasados. Acordaos de cómo, después de conocer la luz, tuvisteis que pasar dura lucha y sufrimiento; en parte, porque estuvisteis expuestos a insultos e involucrados en aflicción, y en parte porque os identificasteis con los que lo estaban pasando mal; porque os compadecisteis de los que estaban en la cárcel, y soportasteis con gozo el que se os despojara de lo vuestro, porque sabíais que teníais en posesión algo mucho mejor y más duradero. No tiréis por la borda vuestra confianza, porque es una confianza que acarrea una gran recompensa.
Necesitáis entereza para, después de hacer la voluntad de Dios, recibir lo que se os ha prometido. Porque dentro de poco, de muy poco, « El Que ha de venir vendrá sin dilación. Y Mi justo vivirá por la fe; pero si resbala hacia atrás no me hará ninguna gracia. » No seamos de los que se dejan llevar a la deriva hacia atrás y naufragan, sino de los que tienen una fe que los capacita para mantenerse en control de sí mismos.
Había habido un tiempo en el que los destinatarios de esta carta lo habían tenido muy difícil. Cuando se convirtieron, experimentaron persecución y expolio; aprendieron lo que suponía identificarse con los que eran sospechosos e impopulares. Se habían enfrentado con esa situación con nobleza y honor; y ahora, cuando se encontraban en peligro de desviarse, el autor de Hebreos les recuerda su fidelidad anterior.
Es un hecho innegable que, en muchos casos, es más fácil arrostrar la adversidad que la prosperidad. Las facilidades han arruinado muchas más vidas que las dificultades. El ejemplo clásico es lo que sucedió con el ejército de Aníbal.
El cartaginés Aníbal era el único general que había derrotado a las legiones romanas. Pero llegó el invierno, y la campaña tuvo que interrumpirse. Aníbal y sus tropas invernaron en la lujosa ciudad de Capua, que habían capturado. Y un invierno en Capua hizo lo que no habían podido hacer las legiones romanas: el lujo drenó de tal manera la moral de las tropas cartaginesas que, cuando llegó la primavera y se reanudó la campaña, no pudieron resistir al ejército romano.
La vida fácil debilitó a los que la lucha había endurecido. Eso pasa a menudo en la vida cristiana. Muchas veces una persona puede arrostrar con honor la gran hora de la prueba y de la lucha; y, sin embargo, deja que el tiempo de los vientos favorables debilite sus fuerzas y reduzca su fe.
La llamada del autor de Hebreos va dirigida a todos. En efecto, dice: «Sé como fuiste en tus mejores momentos.» Si fuéramos siempre como somos en nuestros mejores momentos, la vida sería muy diferente. El Evangelio no nos exige lo imposible; pero, si fuéramos siempre tan honrados, amables, valientes y corteses como podemos ser, la vida se transformaría. Para eso necesitamos algunas cosas.
(i) Necesitamos mantener nuestra esperanza siempre delante de nosotros. El atleta puede hacer el gran esfuerzo porque la meta le espera y le inspira. Se someterá a la disciplina del entrenamiento porque tiene el fin a la vista. Si la vida no consiste nada más que en hacer día tras días las cosas rutinarias, podemos dejarnos llevar por la corriente; pero si vamos a recibir la corona del Cielo, siempre hemos de dar el máximo.
(ii) Necesitamos entereza. La constancia es una de las virtudes menos románticas. La mayor parte de la gente sabe empezar bien, y casi todos podemos tener buenas rachas. A todos se nos concede a veces remontarnos como las águilas; en nuestros mejores momentos todos podemos correr sin agotarnos; pero la mejor cualidad es saber mantener la marcha sin desmayar.
(iii) Necesitamos tener presente el final. El autor de Hebreos hace una cita de Habacuc 2:3. El profeta le dice a su pueblo que, si se mantienen firmes en su lealtad, Dios los sacará de la situación angustiosa del presente. La victoria sólo llega a la persona que se mantiene fiel.
Para el autor de Hebreos la vida consistía en estar en camino a la presencia de Cristo. Por tanto, no era nunca algo que se podía dejar que fuera a la deriva; lo que hacía tan importante el proceso de la vida era su objetivo, y sólo el que perseverara hasta el fin sería salvo (Marcos 13:13).
Aquí tenemos el reto a no ser nunca menos de lo mejor que podemos ser; y a recordar siempre que ha de llegar el fin. Si la vida es el camino a Cristo, nadie puede permitirse perderlo ni detenerse a mitad de camino.
La esperanza cristiana
La fe es lo que nos hace estar seguros de lo que esperamos, y convencidos de lo que no vemos. Fue por su fe por lo que los de tiempo antiguo recibieron la aprobación de Dios. Es por la fe por lo que entendemos que el universo fue formado por la Palabra de Dios, de manera que las cosas visibles procedieron de lo que no se veía.
Para el autor de Hebreos la fe está absolutamente segura de que lo que cree es verdad, y lo que espera sucederá. No es una esperanza que se hace ilusiones en cuanto al porvenir, sino que mira al porvenir con absoluta convicción. En los primeros días de la persecución trajeron a un humilde cristiano a los jueces, y él les dijo que no podían hacer nada para hacerle vacilar, porque él creía que, si era fiel a Dios, Dios lo sería con él. « ¿Te crees de verdad -le preguntó el juez- que los que son como tú van a ir a Dios y a Su gloria?» «No es que me lo creo -respondió el hombre-, sino que lo sé.» Hubo un tiempo cuando Juan Bunyan, el autor de El Peregrino, estaba angustiado por la inseguridad. «Todos piensan que su religión es la verdadera -se dijo-; los judíos, los moros y los paganos… y, ¿qué si a fin de cuentas la fe, y Cristo, y las Escrituras no son más que una de esas cosas de «creo que sí»?» Pero cuando recibió la luz, salió gritando: «¡Ahora estoy seguro, lo sé!» La fe cristiana es una esperanza que se ha vuelto certeza.
Esta esperanza cristiana es tal que inspira toda la conducta de una persona. Se vive con ella y se muere con ella; su posesión es algo que hace actuar.
Moffatt distingue tres direcciones en las que actúa la esperanza cristiana.
(i) Es creer en Dios frente al mundo. Si seguimos los parámetros del mundo puede que tengamos facilidades y comodidades y prosperidad; si seguimos los parámetros de Dios, lo más probable es que experimentemos dolores, pérdidas y marginación. El cristiano está convencido de que es mejor sufrir con Dios que prosperar con el mundo. En el libro de Daniel, Sadrac, Mesac y Abed-nego tienen que escoger entre obedecer a Nabucodonosor y dar culto a la imagen del rey, u obedecer a Dios y que los echen al horno. Y no dudaron en escoger a Dios (Daniel 3). Cuando iban a juzgar a Bunyan, dijo: «Con el consuelo de Dios en mi pobre alma, antes de descender a los jueces Le pedí a Dios que, si podía hacer más bien en libertad que en la cárcel, que me pusieran en libertad; y si no, que se hiciera Su voluntad.» La actitud cristiana es que, en términos de la eternidad, es mejor jugarnos el todo por él todo con Dios que confiar en las recompensas del mundo.
(ii) La esperanza cristiana es creer en el Espíritu frente a los sentidos. Los sentidos dicen que escojamos el placer del momento, pero el Espíritu nos dice que hay algo que vale mucho más. El cristiano cree al Espíritu más que a los sentidos.
(iii) La esperanza cristiana es creer en el futuro frente al presente. Hace mucho, Epicuro decía que el fin principal de la vida era el placer. Pero no quería decir lo que muchos piensan; insistía en que debemos tener una visión dilatada. Lo que parece atractivo al momento puede traernos dolor en el futuro; lo que nos hace un daño terrible en el momento puede que nos traiga la felicidad a la larga. El cristiano está seguro de que, a la larga, nadie puede desterrar la verdad, porque «grande es la verdad, y al final prevalecerá.»
Parecía que los jueces habían eliminado a Sócrates, y que Pilato había acabado con Cristo; pero el veredicto del futuro le dio la vuelta al del momento. Fosdick dice en alguna parte que Nerón condenó a muerte a Pablo; pero, pasados los años, llamamos Pablo a nuestros hijos y Nerón a nuestros perros.
Es fácil discutir: « ¿Por qué he de renunciar al seguro placer del momento por un futuro incierto?» La respuesta cristiana es que el futuro no es incierto, porque está en las manos de Dios; y basta con que Dios lo haya mandado y prometido.
El autor de Hebreos sigue diciendo que fue precisamente porque los grandes héroes de la fe procedieron conforme a ese principio por lo que Dios aprobó su manera de vivir. Todos y cada uno de ellos rehusaron lo que el mundo llama grandeza y se lo jugaron todo con Dios -y la Historia les da la razón.
El autor de Hebreos llega más lejos. Dice que es un acto de fe el creer que Dios creó el universo, y añade que las cosas visibles procedieron de cosas que no se ven. Esto era dar un golpe definitivo a la creencia entonces corriente de que Dios hizo las cosas de una materia ya existente que, siendo imperfecta por necesidad, imponía el que el mundo fuera imperfecto desde su principio. El autor de Hebreos insiste en que Dios no trabajó con una materia ya existente, sino que creó el mundo de la nada. A1 afirmar esto no estaba interesado en el lado científico de la cuestión; lo que quería subrayar era que éste mundo pertenece a Dios.
Si podemos captar ese hecho, le siguen dos consecuencias. La primera es que lo usaremos como tal. Recordaremos que todo lo que hay en él es de Dios, y trataremos de usarlo como Dios quiere que lo usemos. La segunda es que recordemos que Dios sigue en control. Si creemos que este mundo pertenece a Dios, habrá en nuestras vidas un nuevo sentido de responsabilidad y una nueva capacidad de aceptación; porque todo es de Dios y está en Sus manos.