Haciendo las paces

Tenía apenas 14 años cuando conocí a Juan Carlos. Él no era mucho mayor y, al igual que yo, pasaba por la difícil etapa de la adolescencia. Nos hicimos amigos y juntos nos divertimos mucho. No recuerdo qué pasó entre nosotros. Hubo palabras duras y lágrimas. La imagen de él, con el pelo empapado bajo la lluvia y las lágrimas que le resbalaban por las mejillas, se quedó para siempre grabada en mi memoria. Quise reparar el daño, pero me faltó valor y no supe hacerlo. La situación me parecía demasiado compleja. Juan Carlos y yo nos distanciamos.

Transcurrieron los años y no supe mucho de él. Luego, en abril de 1998, amigos mutuos me hicieron saber que estaba en coma. Había caído unos treinta metros mientras escalaba una montaña. El corazón me dio un vuelco. En ese instante comprendí que jamás lo volvería a ver. Los médicos se esforzaron por ayudarlo, pero Juan Carlos murió al cabo de unas semanas.

Después de aquello, durante un tiempo no podía conciliar el sueño de noche, deseando que hubiese podido resolver nuestras diferencias y que hubiésemos seguido siendo amigos. Tenía la certeza de que había perdido toda oportunidad de hacerlo. Me preguntaba si él me habría perdonado el daño que le había causado, si podía observarme desde el Cielo y si comprendía el dolor que azotaba mi alma. Luego, una noche, me vino la respuesta a mi interrogante. No era nada largo ni complicado; pero era todo lo que me hacía falta para librarme del remordimiento. Oí claramente una voz en mi cabeza. Era Juan Carlos, que me decía: ¡Siempre te consideré mi amiga!

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Comprendí que todo estaba perdonado. A mi corazón llegó la paz. Entonces me propuse que jamás dejaría transcurrir un día sin hacer las paces con aquellos a quienes ofendiera, por si no se me vuelve a presentar la ocasión de hacerlo. Hoy podría ser mi única oportunidad de demostrar a alguien que es importante para mí, de decirle: «Te quiero», y hacer las paces.

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