Si el estar en Cristo tiene algún poder para influir en vosotros, si el amor tiene alguna capacidad persuasivo para incentivaros, si de veras participáis del Espíritu Santo, si podéis sentir compasión y piedad, completad lo que le pueda faltar a mi gozo, porque mi deseo es que estéis totalmente de acuerdo, amando las mismas cosas, unidos en el alma, con la mente en la misma cosa. No hagáis nada movidos por un espíritu de ambición egoísta, ni para ganar una estimación huera, sino con toda humildad, considederando cada uno que los demás valen más que él. No estéis siempre pendientes cada uno de sus intereses particulares, sino igualmente preocupado por los intereses de los demás.
El único peligro que amenazaba a la iglesia filipense era el de la desunión. En cierto sentido, ese es el peligro que corre cualquier iglesia sana. Es cuando los miembros están realmente en serio y sus creencias les importan de veras cuando están propensos a enfrentarse. Cuanto más entusiasmo tienen, tanto mayor peligro tienen de chocar. Pablo quiere salvaguardar a sus amigos contra ese peligro.
En los versículos 3 y 4 nos da tres causas de desunión.
Está la ambición egoísta. Siempre hay peligro de que las personas hagan las cosas, no para que avance la obra, sino para promocionarse a sí mismas. Es un hecho extraordinario de la Historia que una y otra vez los grandes príncipes de la Iglesia casi huyeran de los cargos en la agonía del sentimiento de su propia indignidad. Ambrosio fue una de las grandes figuras de la Iglesia Primitiva. Era un gran erudito, gobernador de la provincia romana de Liguria y Emilia, y las gobernaba con un cuidado tan cariñoso que la gente le miraba como a un padre. Murió el obispo del lugar, y se planteó la cuestión de la sucesión. En medio de la discusión, de pronto se oyó la voz de un niño: «¡Ambrosio para obispo! ¡Ambrosio para obispo!» Y pronto lo coreó toda la multitud. Para Ambrosio aquello era inconcebible.
Salió huyendo aquella noche para eludir el puesto honorable que le ofrecía la iglesia; y sólo le hizo aceptar ser obispo de Milán la intervención y orden del Emperador.
Cuando John Rough convocó públicamente desde el púlpito al gran reformador escocés John Knox al ministerio, éste se sintió apabullado. En su propia Historia de la Reforma escribe: «Ante lo cual, el mencionado John, confuso, rompió a llorar abundantemente, y se retiró a su habitación. Su rostro y su comportamiento desde ese día hasta el día en que se le obligó a presentarse en público para predicar declaraban claramente la preocupación y angustia de su corazón. Nadie le notó ninguna señal-de alegría, ni se le vio en compañía de nadie durante mudos días.»
Lejos de estar llenos de ambición, los grandes hombres estaban llenos de un sentimiento de su propia indignidad para los cargos elevados.
Está el deseo de prestigio personal. El prestigio es para muchos una tentación aún mayor que la de la riqueza. El ser admirado y respetado, en sentarse en la plataforma, que se busque la opinión de uno, que se le conozca a uno de nombre y en persona, hasta el ser adulado son para muchos las cosas más deseables. Pero el propósito del cristiano no debe ser alardear, sino pasar inadvertido. Debe hacer buenas obras, no para que la gente le alabe, sino para que glorifique a su Padre Que está en el Cielo. El cristiano debe desear que la gente fije la mirada, no en él mismo, sino en Dios.
Está el concentrarse en el ego. Si una persona no se preocupa nunca nada más que de sus propios intereses, es inevitable que choque con otras personas. Si su idea de la vida es la de una contienda competitiva cuyos premios se esfuerza por ganar, siempre considerará a los demás como enemigos, o por lo menos como rivales de los que tiene que desembarazarse. El concentrarse en uno mismo induce inevitablemente a eliminar a los demás; y el objeto de la vida no puede ser ayudar a los demás, sino quitarlos de en medio.
La cura de la desunión
Ante el peligro de la desunión, Pablo establece cinco consideraciones que deberían prevenir la desarmonía.
(i) El hecho de que todos estamos en Cristo debería mantener la unidad. No se puede andar en desunión con los demás y en unión con Cristo. Si se tiene a Cristo de compañero de viaje, se es inevitablemente compañero de los otros viandantes. La relación de una persona con sus camaradas indica a ciencia cierta su relación con Jesucristo.
(ii) El poder del amor cristiano debe mantenernos en unidad. El amor cristiano es esa buena voluntad invencible, que no sucumbe jamás al rencor ni busca más que el bien supremo de los demás. No es una mera actitud del corazón, como el amor humano; es la victoria de la voluntad, lograda con la ayuda de Jesucristo. No quiere decir amar solo a los que nos aman; o a aquellos que nos gustan; ni a los que son amables. Quiere decir una buena voluntad invencible hasta hacia los que nos odian, los que no nos gustan y que son todo lo contrario de amables. Esta es la misma esencia de la vida cristiana; y nos afecta tanto en el tiempo como en la eternidad. Richard Tatlock escribe en En la casa de mi Padre: «El infierno es la condición eterna de los que han hecho imposible la relación con Dios y con sus semejantes con vidas que han destruido el amor… El Cielo, por el contrario, es la condición eterna de los que han encontrado la vida verdadera en la relación por medio del amor con Dios y con sus semejantes.»