Tal es la información acerca de Juan que nos ha llegado, de la que surge como figura de temperamento ardiente, de gran ambición, de indudable coraje y, finalmente, de tierno amor.
El discípulo amado
Si hemos ido siguiendo las referencias con atención, nos habremos dado cuenta de una cosa. Todo lo que sabemos de Juan se encuentra en los otros Evangelios. Es sorprendente que el apóstol Juan nunca se menciona en el Cuarto Evangelio, de principio a fin. Pero sí menciona a otras dos personas. Primero, habla del discípulo al que Jesús amaba. Se le menciona cuatro veces: estaba recostado en el pecho de Jesús en la Última Cena (Juan 13:23-25; RV60: «al lado de Jesús» y «cerca del pecho de Jesús»); fue a él al que Jesús le confió a Su madre cuando estaba muriendo en la cruz (19:25-27); fue a él y a Pedro a los que se encontró María Magdalena al volver de la tumba vacía la mañana del Domingo de Resurrección (Juan 20:2); estaba presente en la última aparición de Jesús Resucitado en el lago (Juan 21:20).
En segundo lugar, el Cuarto Evangelio tiene una especie de personaje al que podríamos llamar el Testigo. Cuando nos refiere que la lanza hirió el costado de Jesús, del que salió agua con sangre, se añade: «Y el que lo vio ha dado testimonio y su testimonio es verdad, y él sabe que dice la verdad para que vosotros también creáis» (Juan 19:35). Al final del Evangelio se hace la afirmación de que fue el Discípulo amado quien testificó de estas cosas, «y sabemos que su testimonio es verdad» (Juan 21:24).
Aquí nos enfrentamos con algo bastante extraño. Juan no se menciona a sí mismo en el Cuarto Evangelio, pero sí al Discípulo amado y, además, al Testigo mayor de toda excepción de la historia. Nunca se ha dudado realmente en la tradición que el Discípulo amado era Juan. Algunos han tratado de identificarle con Lázaro, porque se nos dice que Jesús le amaba (Juan 11:3, 5), o con el joven rico, del que se dice que Jesús le amó cuando le vio (Marcos 10:21). Pero, aunque el Evangelio nunca lo dice con todas las letras, la tradición ha identificado siempre a Juan con el Discípulo amado, y no hay razón de peso para dudar de esa identificación.
Pero surge un detalle muy real: Supongamos que fue Juan mismo el que escribió el Evangelio. ¿Sería normal que hablara de sí mismo como el Discípulo amado de Jesús? ¿Sería realmente normal que se destacara a sí mismo de esa manera, como si quisiera decir: «Yo era Su favorito, al que Jesús quería más que a nadie»? Es realmente muy poco probable que Juan se asignara ese título; si fueron otros los que se lo aplicaron, bonito; pero, si fue él mismo, parece presunción.
Entonces, ¿habría alguna manera de que el Cuarto Evangelio fuera de Juan como testigo presencial, pero al mismo tiempo lo hubiera escrito otra persona?
La producción de la iglesia
En nuestra búsqueda de la verdad, empezamos por darnos cuenta de una de las características sobresalientes y únicas del Cuarto Evangelio. Lo más sorprendente en él son los largos discursos de Jesús. A menudo llenan todo un capítulo, y son muy diferentes de la manera como se nos presenta en los otros 3 Evangelios que hablaba Jesús.
El Cuarto Evangelio, como ya hemos visto, se escribió hacia el año 100 d.C., es decir, setenta años después de la Crucifixión. ¿Se pueden considerar esos discursos como reproducciones palabra por palabra de lo que dijo Jesús? ¿O podemos explicarlos de alguna manera, que a lo mejor les da todavía más valor?
Debemos empezar manteniendo en mente el hecho de los discursos y de las preguntas que suscitan inevitablemente. Y tenemos algo que añadir a eso. Resulta que tenemos entre los escritos de la Iglesia Primitiva una amplia serie de relatos sobre la manera en que llegó a escribirse el Cuarto Evangelio: El más antiguo es el de Ireneo, que fue obispo de Lyon hacia el 177 d.C.; y había sido discípulo de Policarpo, que a su vez lo había sido de Juan. Por tanto hay una cadena, corta e ininterrumpida, entre Ireneo y Juan. Escribe Ireneo: «Juan, el discípulo del Señor, el que se recostó en su pecho, fue el que publicó el Evangelio en Éfeso; cuando estaba viviendo en Asia.»
Lo más sugestivo es que Ireneo no dice simplemente que Juan escribió el Evangelio; dice que Juan lo publicó (exedóke) en Éfeso. La palabra que usa Ireneo suena, no como si se tratara de la publicación privada de unas memorias personales, sino de la salida al público de un documento oficial.
El siguiente relato es el de Clemente, que era el cabeza de una gran escuela cristiana en Alejandría hacia el año 230 d.C.:
«Por último Juan, reconociendo que lo que hacía referencia a las cosas corporales del ministerio de Jesús se había narrado suficientemente, y animado por sus amigos e inspirado por el Espíritu Santo, escribió un Evangelio espiritual.»,
Lo que nos interesa de aquí ahora es la frase animado por sus amigos. Empieza a resultar claro que el Cuarto Evangelio es mucho más que la producción de una sola persona, y que había un grupo, una comunidad, una iglesia detrás de él. En el mismo sentido, un manuscrito del siglo X que se llama Codex Toletanus que contiene introducciones con breves resúmenes de los libros del Nuevo Testamento, introduce el Cuarto Evangelio así: «El apóstol Juan, al que más amaba el Señor Jesús, escribió este Evangelio el último, a petición de los obispos de Asia, contra Cerinto y otros herejes.»