Comprometidos a Sembrar La Palabra de Dios

Encerrados

El frío de aquel cuarto de hospital hacía pensar a uno en todo lo que uno no quería. Y es que a veces tenemos que estar en lugares poco común para pensar en cosas poco comunes. No recuerdo mucho, mas puedo asegurar que ocurrió así:

— ¡Cuánta oscuridad!

— Sí… es verdad. Te oigo, pero no te veo ni te toco ¿Dónde estás?

— No sé… eso mismo me pregunto yo a veces. ¿Qué lugar es éste de tanta niebla?

— No lo sé… Apenas puedo moverme… me doy algunas vueltas ¿Y tú?

— Yo también, pero tengo como una especie de muralla que no me deja ir a donde estás tú.

— ¿No oyes el ruido exterior?

— Claro que sí… siento voces…

— ¡Escucha! ¿Qué dicen?

Apoyaron el oído a la pared intentando saber qué pasaba en el exterior. No entendían muy bien lo que decían… o quizás no querían entender…

— No deben vivir. Tienen que desaparecer… Nos traerán problemas.

— Nunca haré eso. Ya sabíamos cuando los hicimos traer a lo que nos exponíamos. Ahora no los abandonaré a su suerte… y menos matarlos.

— Ya te convenceré. Yo no los quiero con nosotros. Nos complicarán la vida.

Desde el otro lado de la pared oyeron todo lo que decían y temblando de miedo hablaban entre ellos:

— Pero… ¿Qué pretenden hacer?

— ¿Es que no lo has oído bien? Pues clarito han hablado… Se quieren deshacer de nosotros.

— Yo estoy bien aquí. No les causaré problemas.

— Yo también. Nos alimentan a través de esa ventanita y tengo tu compañía.

— Sí… pero no pondrán tenernos escondidos siempre. Por eso nos quieren matar.

— No les he hecho nada… Ni siquiera quise que me trajesen.

— Yo tampoco ¿Por qué lo harían?

— Recuerdo aquel día en que decían que venían de una fiesta… y que habían bebido ¿Cuántas copas se tomarían?

— Yo también me acuerdo. Decían que estaban muy bebidos… Puede que si hubiesen estado serenos no nos hubiesen traído aquí.

— Escucha… calla… siguen hablando.

— A ver… ¿Quién se va a dar cuenta que nos deshacemos de ellos? Nadie sabe que los tenemos escondidos.

— Lo sé yo… Todos los días le doy el alimento y los siento a través de las paredes… Les he tomado cariño.

— Se te pasará pronto. Ni te enterarás… Un día que te haré dormir, vendrán a por ellos y desaparecerán para siempre.

— No… que he visto cómo esos salvajes a los que tú vas a contratar les harán sufrir. Sé que antes de sacarlos de donde están, los matarán de forma cruel.

— Eres cabezona… La culpa la tuvieron aquellas copas… Nunca debimos encontrarlos y menos dejarlos con nosotros. Desde el primer momento debimos haberlos liquidados.

Desde dentro escuchaban aterrados lo que decían. Uno de ellos se puso a dar porrazos sobre la pared gritando:

— Por favor, déjanos vivir… Abandónanos en cualquier parte. Alguien nos recogerá. Nada diremos.

— Queremos vivir –decía el otro– déjanos salir…

Allá afuera seguían discutiendo:

— Se quedarán conmigo –decía ella– Cuando llegue el verano, entonces veremos la forma de deshacernos de ellos… Mientras, seguiré alimentándolos.

— Como quieras… pero te arrepentirás. Acuérdate siempre de lo que te he dicho.

Al otro lado de la pared, suspiraron más tranquilos. Sus corazones dejaron el ritmo acelerado que tenían. Ya no temían lo peor. El peligro inminente había pasado.

— Por ahora estamos a salvo… Creo que lo convencerá

— Yo también lo espero. Ella es la que nos trae la comida y nos cuida. Confío en que su corazón se ablande.

Seguían en la oscuridad, pero estaban felices. No les faltaban alimentos y a través de las paredes nunca más volvieron a escuchar nada que amenazara sus vidas.

Una tarde de verano, sintieron que las puertas se estaban abriendo. Pero… ¿Por qué no las abrían de par en par? Les costaba trabajo ir tras esa luz que se veía allá al fondo de aquel túnel…

— Pasa tú primero… Tengo miedo.

— ¿Qué crees que nos van a hacer?

— No lo sé… Nunca vi la cara de nuestros secuestradores.

— Pasaré yo… pero sígueme tú de cerca…

Cuando pudo salir, abrió los ojos… Aquella luz le cegaba. De pronto se vio que lo cogían por los pies y comenzaron a azotarlos… Aquellos hombres vestidos de verde le estaban haciendo lo mismo a su hermano. Pensó que había llegado su fin y se echó a llorar.

Mas algo ocurrió…

A los dos los ponían sobre el pecho desnudo de alguien que los besaba con ternura. Sintieron el calor de unos brazos que los abrazaban y la dulzura de unos susurros que le decían:

— Mis hijos… mis queridos pequeños… Ya estáis a salvo…

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