Antonio, era un ser extraño, a media noche regresaba del río. Esa era su rutina, porque de noche en el río había absoluta calma y quietud. Solía sentarse allí, sin hacer nada, sólo observando su propio ser, observando al observador. Esa noche, al igual que otras, al regresar pasó por la casa de un hombre rico y el vigilante estaba de pie junto a la puerta.
El vigilante estaba intrigado porque cada noche exactamente a la misma hora, este hombre regresaba. Salió y le dijo:
— Perdone la interrupción, pero ya no puedo contener mi curiosidad, la intriga me persigue, noche y día: ¿a qué se dedica?, ¿Para qué va al río?. Muchas veces lo he seguido y no hay nada; simplemente se sienta allí durante horas y a media noche regresa.
Antonio respondió:
— Sé que me has seguido muchas veces, la noche es tan silenciosa, pude oír tus pasos. Y sé que todos los días te escondes detrás del portón. Pero no es tan sólo que sientes curiosidad por mí; también siento curiosidad por ti. ¿A qué te dedicas?
El guardián contestó:
— ¿A qué me dedico? Soy un simple vigilante.
— Dios mío, me has dado la palabra clave. ¡Ésa es también es mi ocupación!
— Pero no lo entiendo. Si eres un vigilante deberías estar vigilando alguna casa, algún palacio. ¿Qué estás vigilando ahí, sentado en la arena?
— Hay una pequeña diferencia: Tú vigilas que nadie de afuera entre al palacio. Yo simplemente vigilo a este vigilante.
— ¿Quién es este vigilante?
— Ése es el esfuerzo que he realizado toda mi vida, me vigilo a mi mismo.
— Pero es un trabajo muy raro. ¿Quién te va a pagar?
— ¿Pagar?, ¡Es tal la dicha que recibo, tal es el gozo, tal inmensa bendición! Es una recompensa en sí misma. Un solo instante con este trabajo y todas las riquezas no son nada.
— Es muy raro. He estado vigilando toda mi vida y nunca me topé con una experiencia tan hermosa, mañana por la noche te acompañaré. Solamente quiero que me enseñes cómo vigilarme a mí mismo. Porque sé cómo vigilar, parece ser que sólo es necesario una dirección distinta: tú miras en una dirección distinta.