En alguna ocasión se suscitó una fuerte discusión entre dos amigos, uno creyente en la existencia de Dios y el otro absolutamente incrédulo y ateo. Después de una larga y bizantina discusión, se separaron muy molestos.
El creyente, con el deseo de convencer a su amigo, construyó en una habitación de su casa un planetario, en el cual invirtió mucho tiempo y dinero para simular el universo en movimiento; aparecía el sol, los planetas, música sideral, cometas, etcétera. Lo realizó con tanto cuidado y esmero que cuando uno entraba a esa habitación se sentía flotar en el espacio.
Invitó a visitarlo a su amigo ateo, y cuando este último, sorprendido, le preguntó al constructor quién había realizado tan magnífica obra maestra, el creyente le contestó:
— “Nadie”
A lo cual, por supuesto el otro reclamó:
— “Oye, no soy ¡tonto! Esto lo debe haber hecho alguien, no creo que se haya hecho solo”.
El creyente lo sacó de la habitación y, como era de noche lo llevó al jardín de su casa y le dijo:
— “Mira, observa el firmamento, las estrellas, la perfecta armonía de las fuerzas en movimiento. Sabes, –le dijo finalmente–, toda esta maravilla nadie la hizo”.
En ese momento el ateo comprendió que existía un poder superior.