El que ha venido del cielo

“El que viene de arriba está sobre todos. El que es de la tierra es terrenal, y habla de las cosas de la tierra. Pero el que viene del cielo está sobre todos, y da testimonio de lo que ha visto y oído; pero nadie acepta su testimonio. Pero si alguien lo acepta, confirma con ello que Dios dice la verdad; pues el que ha sido enviado por Dios, habla las palabras de Dios, porque Dios da abundantemente su Espíritu. El Padre ama al Hijo, y le ha dado poder sobre todas las cosas. El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; pero el que no quiere creer en el Hijo, no tendrá esa vida, sino que recibirá el terrible castigo de Dios.” Juan 3:31-36

Como ya hemos visto, una de las dificultades del Cuarto Evangelio es saber cuándo hablan los personajes y cuándo es Juan el que añade el comentario. Estos versículos puede que contengan las palabras de Juan el Bautista; pero parece más bien que son el testimonio y comentario del evangelista.

Juan empieza por afirmar la supremacía de Jesús. Si queremos información, tenemos que acudir a la persona que la tiene. Si queremos información acerca de una familia, la obtendremos de primera mano solamente de uno de los miembros de esa familia. Si queremos información sobre una ciudad, la recibiremos de primera mano sólo de alguien que viva o haya estado allí.

De la misma manera, si queremos información acerca de Dios, sólo la podremos obtener del Hijo de Dios; y si la queremos acerca del Cielo y de la vida que se vive allí, sólo la podremos recibir del Que vino de allí. Cuando Jesús habla de Dios y de las cosas celestiales, dice Juan, no habla de segunda mano, sino nos cuenta lo que ha oído y visto por Sí mismo. Para decirlo simplemente, como Jesús es el único que conoce a Dios, es el único que puede comunicarnos los hechos acerca de Dios, y eso es lo que es el Evangelio.

Lo que le da pena a Juan es que sean tan pocos los que acepten el Mensaje que nos ha traído Jesús; pero, cuando uno lo recibe, atestigua el hecho de que en su fe la Palabra de Dios es verdad. En el mundo antiguo, si una persona quería autenticar un documento como, por ejemplo, un testamento o un tratado, le ponía su sello al pie. Ese sello era la señal de que él estaba de acuerdo con el contenido del documento y lo consideraba fidedigno y efectivo. De la misma manera, cuando alguien acepta el Evangelio, afirma y pone su sello atestiguando que cree que lo que Dios dice es cierto.

Y Juan prosigue: podemos creer lo que nos dice Jesús porque Dios derramó en Él Su Espíritu en plenitud, sin reservarse nada. Hasta los mismos judíos decían que los profetas recibían de Dios una cierta medida del Espíritu. La totalidad del Espíritu estaba reservada para el Escogido de Dios. Ahora bien: según la manera de pensar de los judíos, el Espíritu de Dios tenía dos misiones: la primera era revelar a la humanidad la verdad de Dios; y la segunda, capacitar a los seres humanos para reconocer y entender esa verdad cuando venía a ellos. El decir que el Espíritu estaba en Jesús de la manera más completa es decir que Jesús conocía y entendía perfectamente la verdad de Dios. Para decirlo de otra manera: escuchar a Jesús es escuchar la misma voz de Dios.

Por último, Juan nos presenta otra vez la alternativa eterna, la vida o la muerte. A lo largo de todo su historia, Dios le había presentado al pueblo de Israel esta gran elección. Deuteronomio conserva las palabras de Moisés: «Mira: yo te he puesto delante hoy la vida y el bien, la muerte y el mal… A los cielos y a la Tierra invoco por testigos contra vosotros hoy de que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; por tanto, escoge la vida, para que viváis tú y tu descendencia» (Deuteronomio 30:15-20). Y Josué reiteró el desafío: «Escogeos hoy a quién sirváis» (Josué 24:15). Se ha dicho que toda la vida se concentra en las encrucijadas. Una vez más, Juan vuelve a su tema favorito: lo que importa es nuestra reacción a Cristo. Si esa reacción es amor y anhelo, esa persona conocerá la vida. Si es indiferencia u hostilidad, esa persona no cosechará más que la muerte. No es que Dios descargue Su ira sobre ella; es que ella se la atrae sobre sí misma.

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