Jesús clamó diciendo: El que cree en Mí, no cree sólo en Mí, sino también en el Que Me envió. Y el que Me mira, no Me ve sólo a Mí, sino también al Que Me envió. Fue como la luz como Yo vine al mundo, para que el que crea en Mí no siga en la oscuridad. Y, si alguien oye Mis palabras pero no las pone por obra, no soy Yo Quien le juzgo. Yo no he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo. El que no Me tiene en cuenta en absoluto, y no recibe Mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado será la que le juzgue el último día. Y eso es así porque Yo no he hablado por Mi propia cuenta, sino que el Padre Que Me envió fue el Que Me dio el mandamiento acerca de lo que Yo debía hablar y lo que Yo debía decir; y Yo sé que Su mandamiento es la vida eterna. Lo que os hablo os lo digo como el Padre Me lo dijo a Mí. Juan 12.44-50
Según Juan, estas son las últimas palabras de la enseñanza pública de Jesús. A partir de aquí enseñará a Sus discípulos; y más adelante Se encontrará ante Pilato. Pero éstas son las últimas palabras que dirigió al público en general.
Jesús presenta el hecho que es la base de toda Su vida: que en Él la humanidad se encuentra ante Dios. Escucharle a Él es escuchar a Dios; verle a Él es ver a Dios. En Jesús, Dios se encuentra con la humanidad, y la humanidad se encuentra con Dios. Esa confrontación tiene dos resultados, y en ambos subyace el elemento de juicio.
(i) Una vez más, Jesús vuelve al pensamiento que nunca se eclipsa en Cuarto Evangelio: Él no vino al mundo para condenarlo, sino para salvarlo. No fue la ira de Dios lo que envió a Jesús a la Tierra, sino Su amor. Sin embargo, la venida de Jesús conlleva inevitablemente el juicio. ¿Por qué? Porque, por su actitud ante Jesús, cada persona se revela como es en realidad; y, por tanto, recibe el veredicto. Si encuentra en Jesús una atracción y un magnetismo infinitos, aunque no consiga nunca hacer de su vida lo que sabe que debería ser, ha sentido en el corazón el tirón de Dios y, por tanto, está a salvo. Si, por otra parte, no ve en Jesús nada atractivo, y su corazón continúa totalmente insensible en Su presencia, eso quiere decir que es impermeable para Dios, y queda juzgado por su actitud. Esta paradoja esencial aparece con frecuencia en el Cuarto Evangelio: Jesús vino por amor, pero Su venida implica un juicio. Como ya hemos dicho antes, podemos ofrecerle a una persona, por puro amor, una gran experiencia que creemos que le hará mucha ilusión o bien, y descubrir que aquello no le dice nada; la experiencia que se ofreció por amor se ha convertido en un juicio. Jesús es la piedra de toque de Dios. Nos identificamos, y juzgamos, por nuestra actitud hacia Jesús.
(ii) Jesús dijo que, el último día, las palabras que habían oído aquellas personas serían sus jueces. Esta es una de las grandes verdades de la vida. A nadie se le puede echar la culpa por no saber. Pero, si sabe lo que es el bien y escoge el mal, su condena debe ser mucho más severa. Por tanto, todo lo sensato que hemos oído y todas las oportunidades que hemos tenido para conocer la verdad serán testigos en contra nuestra en el juicio final.
Un antiguo teólogo del siglo XVIII escribió una especie de catecismo de la fe cristiana para la gente corriente. Al final se encontraba la pregunta de qué le sucedería a uno si no tomara en serio el mensaje cristiano; y la respuesta era que sería condenado, «y mucho más por haber leído este libro.» Todo lo que hemos sabido y no hemos cumplido será un testigo en contra nuestra el último día.