Justo González- Como hemos señalado anteriormente, durante los siglos que precedieron al advenimiento de Jesús hubo un número cada vez mayor de judíos que vivían fuera de Palestina. Algunos de estos judíos eran descendientes de los que habían ido al exilio en Babilonia, y por tanto en esa ciudad así como en toda la región de Mesopotamia y Persia había fuertes contingentes judíos. En el Imperio Romano, los judíos se habían esparcido por diversas circunstancias, y ya en el siglo primero las colonias judías en Roma y en Alejandría eran numerosísimas. En casi todas las ciudades del Mediterráneo oriental había al menos una sinagoga. En el Egipto, se llegó hasta a construir un templo alrededor del siglo VII a.C. en la ciudad de Elefantina, y hubo otro en el Delta del Nilo en el siglo II a.C. Pero por lo general estos judíos de la “Dispersión” o de la “Diáspora”!que así se les llamó! no construyeron templos en los cuales ofrecer sacrificios, sino más bien sinagogas en las que se estudiaban las Escrituras.
El judaísmo de la Diáspora es de suma importancia para la historia de la iglesia cristiana, pues fue a través de él, según veremos en el próximo capítulo, que más rápidamente se extendió la nueva fe por el Imperio Romano. Además, ese judaísmo le proporcionó a la iglesia la traducción del Antiguo Testamento al griego que fue uno de los principales vehículos de su propaganda religiosa.
Este judaísmo se distinguía de su congénere en Palestina principalmente por dos características: su uso del idioma griego, y su contacto inevitablemente mayor con la cultura helenista.
En el siglo primero eran muchos los judíos, aun en Palestina, que no usaban ya el antiguo idioma hebreo. Pero, mientras que en Palestina y en toda la región al oriente de ese país se hablaba el arameo, los judíos que se hallaban dispersos por todo el resto del Imperio Romano hablaban el griego. Tras las conquistas de Alejandro, el griego había venido a ser la lengua franca de la cuenca oriental del Mediterráneo. Judíos, egipcios, chipriotas, y hasta romanos, utilizaban el griego para comunicarse entre sí. En algunas regiones —especialmente en el Egipto— los judíos perdieron el uso de la lengua hebrea, y fue necesario traducir sus Escrituras al griego.
Esa versión del Antiguo Testamento al griego recibe el nombre de Septuaginta, que se abrevia frecuentemente mediante el número romano LXX. Ese nombre —y número— le viene de una antigua leyenda según la cual el rey de Egipto, Ptolomeo Filadelfo, ordenó a setenta y dos ancianos hebreos que tradujesen la Biblia independientemente, y todos ellos produjeron traducciones idénticas entre sí. Al parecer, el propósito de esa leyenda era garantizar la autoridad de esta versión, que de hecho fue producida a través de varios siglos, por traductores con distintos criterios, de modo que algunas porciones son excesivamente literales, mientras que otras se toman amplias libertades con el texto.
En todo caso, la importancia de la Septuaginta fue enorme para la primitiva iglesia cristiana. Esta es la Biblia que cita la mayoría de los autores del Nuevo Testamento, y ejerció una influencia indudable sobre la formación del vocabulario cristiano de los primeros siglos. Además, cuando aquellos primeros creyentes se derramaron por todo el Imperio con el mensaje del evangelio, encontraron en la Septuaginta un instrumento útil para su propaganda. De hecho, el uso que los cristianos hicieron de la Septuaginta fue tal y tan efectivo que los judíos se vieron obligados a producir nuevas versiones —como la de Aquila— y a dejar a los cristianos en posesión de la Septuaginta.
La otra marca distintiva del judaísmo de la Dispersión fue su inevitable contacto con la cultura helenista. En cierto sentido, podría decirse que la Septuaginta es también resultado de esta situación. En todo caso, resulta claro que los judíos de la Dispersión no podían sustraerse al contacto con los gentiles, como podían hacerlo en cierta medida sus correligionarios de Palestina. Los judíos de la Dispersión se veían obligados en consecuencia a defender su fe a cada paso frente a aquellas gentes de cultura helenista para quienes la fe de Israel resultaba ridícula, anticuada o ininteligible.
Frente a esta situación, y especialmente en la ciudad de Alejandría, surgió entre los judíos un movimiento que trataba de mostrar la compatibilidad entre lo mejor de la cultura helenista y la religión hebrea. Ya en el siglo III a.C. Demetrio narró la historia de los reyes de Judá siguiendo los patrones de la historiografía pagana. Pero fue en la persona de Filón de Alejandría, contemporáneo de Jesús, que este movimiento alcanzó su cumbre.
Puesto que los argumentos de Filón —u otros muy parecidos— fueron utilizados después por algunos cristianos en la propia ciudad de Alejandría, vale la pena resumirlos aquí. Lo que Filón intenta hacer es mostrar la compatibilidad entre la filosofía platónica y las Escrituras hebreas. Según él, puesto que los filósofos griegos eran personas cultas, y las Escrituras hebreas son anteriores a ellos, es de suponerse que cualquier concordancia entre ambos se debe a que los griegos copiaron de los judíos, y no viceversa. Y entonces Filón procede a mostrar esa concordancia interpretando el Antiguo Testamento como una serie de alegorías que señalan hacia las mismas verdades eternas a que los filósofos se refieren de manera más literal.
El Dios de Filón es absolutamente trascendente e inmutable, al estilo del “Uno Inefable” de los platónicos. Por tanto, para relacionarse con este mundo de realidades transitorias y mutables, ese Dios hace uso de un ser intermedio, al que Filón da el nombre de Logos (es decir, Verbo o Razón). Este Logos, además de ser el intermediario entre Dios y la creación, es la razón que existe en todo el universo, y de la que la mente humana participa. En otras palabras, es este Logos lo que hace que el universo pueda ser comprendido por la mente humana. Algunos pensadores cristianos adoptaron estas ideas propuestas por Filón, con todas sus ventajas y sus peligros.
Como vemos, en su dispersión por todo el mundo romano, en su traducción de la Biblia, y aun en sus intentos de dialogar con la cultura helenista, el judaísmo había preparado el camino para el advenimiento y la diseminación de la fe cristiana.