Hace unos 14 años, estaba revisando el registro de mis estudiantes universitarios para la sesión de apertura de mi clase sobre teología de la fe. Ese fue el primer día que vi a Tommy. Estaba peinando su largo cabello rubio, que colgaba 15 centímetros por debajo de sus hombros. Sé que lo que está dentro de la cabeza, no sobre ella, es lo que cuenta; pero en ese tiempo yo no estaba preparado para Tommy, así que lo catalogué como problemático, muy problemático.
Tommy resultó ser el ateo residente de mi curso. Constantemente objetaba o se burlaba de la posibilidad de un Dios que amaba incondicionalmente. Así todo, vivimos en una paz relativa durante un semestre, aunque a veces era un dolor de cabeza.
Al final del curso, cuando entregó su examen, me preguntó en un tono un poco cínico:
— ¿Cree usted que encontraré a Dios alguna vez?
Me decidí por un poco de terapia de choque.
— ¡No!, dije enfáticamente.
— ¡Ah! pensé que ese era el producto que estaba usted vendiendo.
Lo dejé dar cinco pasos hacia la puerta y luego lo llamé:
— Tommy. ¡No creo que lo encuentres nunca, pero estoy seguro de que Él te encontrará a ti!
Tommy simplemente se encogió de hombros y se fue. Me sentí un poco desilusionado de que no había recibido mi hábil mensaje.
Un tiempo después de su graduación me llegó un informe triste: Tommy tenía cáncer terminal.
Antes de que yo pudiera buscarlo, él vino a mí. Cuando entró en mi oficina, su cuerpo estaba muy deteriorado y su largo cabello se había caído a causa de la quimioterapia. Pero sus ojos eran brillantes y su voz firme como nunca lo había escuchado.
— Tommy, he pensado mucho en ti. Supe que estás enfermo, le dije.
— Sí, muy enfermo, profesor. Tengo cáncer. Es cuestión de semanas.
— ¿Puedes hablar de ello?
— Seguro, ¿qué le gustaría saber?
— ¿Qué se siente saber que tienes 24 y te estás muriendo?
— ¡Bueno, podría ser peor!
— ¿Como qué?
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