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El depósito de la Fe

El error nunca se presenta en toda su desnuda crudeza, a fin de que no se le descubra. Antes bien se viste elegantemente, para que los incautos crean que es más verdadero que la verdad misma. Ireneo de León.

Las muchas gentes que se convertían al cristianismo no venían a él carentes de todo trasfondo. Al contrario, cada cual traía a él sus propias experiencias y sus propios conocimientos. Esta variedad de trasfondos fue de gran valor para la iglesia, y en todo caso era señal de la universalidad del evangelio. Pero, por otra parte, esta situación se prestaba para que algunos comenzaran a ofrecer sus propias interpretaciones de la fe cristiana, y para que algunas de esas interpretaciones fueran tales que amenazaran con tergiversar radicalmente esa fe. Este peligro era tanto mayor por cuanto, según hemos dicho anteriormente, el espíritu de la época era radicalmente sincretista. Lo que muchas gentes buscaban no era una doctrina única, sino un sistema que de algún modo combinara todas las doctrinas, tomando un poco de cada una. Lo que estaba en juego, por tanto, no era sencillamente tal o cual elemento del cristianismo, sino más bien la cuestión fundamental de si la nueva fe tenía o no un mensaje único, y en qué sentido ese mensaje era único.

El Gnosticismo

De todas las diversas interpretaciones del cristianismo que aparecieron en el siglo segundo, ninguna fue tan peligrosa, ni estuvo tan a punto de triunfar, como el gnosticismo. El gnosticismo no fue un grupo u organización compacta que surgió frente a la iglesia, sino que fue más bien todo un movimiento que existió tanto dentro del cristianismo como fuera de él, y que dentro del cristianismo trataba de reinterpretar la fe en términos que resultaban inaceptables para los demás cristianos. Como movimiento, el gnosticismo fue siempre amorfo, y por tanto resulta imposible señalar hacia un jefe. Basilides, Valentín y otros fueron maestros gnósticos, cada cual con sus doctrinas y sus discípulos. Pero el sincretismo del gnosticismo era tal que sus doctrinas y escuelas se confundían, y en el día de hoy le resulta difícil al historiador distinguir entre ellas.

El término “gnosticismo” viene de la palabra griega “gnosis”, que quiere decir “conocimiento”. Según los gnósticos, su doctrina era un conocimiento especial, reservado para quienes poseían verdadero entendimiento. Además, parte de esa doctrina consistía en la clave secreta mediante la cual se logra la salvación.

La salvación era la preocupación principal de los gnósticos. Sobre la base de muchas doctrinas que circulaban en esa época, los gnósticos creían que todo lo que fuese materia era necesariamente malo. El ser humano, según ellos, es un espíritu eterno que de algún modo ha quedado encarcelado en este cuerpo. Puesto que el cuerpo es cárcel del espíritu, y puesto que nos oculta nuestra verdadera naturaleza, el cuerpo es malo. El propósito último del gnóstico es entonces escapar de este cuerpo y de este mundo material en el que estamos exiliados.

La imagen del exilio es fundamental para el gnosticismo. Este mundo no es nuestro verdadero hogar. Aun más, este mundo, al igual que el cuerpo, es material, y no es sino una cárcel para el espíritu y un obstáculo para la salvación.

¿Cómo explicar entonces el origen del mundo y del cuerpo? Los gnósticos afirman que originalmente toda la realidad era espiritual. El ser supremo no tenía intención alguna de crear un mundo material, sino sólo un mundo espiritual. Con ese propósito fueron creados varios seres espirituales. Cada maestro gnóstico ofrecía una lista distinta de tales seres, y algunos llegaban hasta 365 seres distintos. En todo caso, uno de estos seres espirituales, distante del ser supremo, fue el causante de este mundo. Según algunos gnósticos, lo que sucedió fue que Sofía —o Sabiduría, que así se llamaba aquel ser espiritual— quiso producir algo por sí sola, y el resultado fue un “aborto”. Eso es nuestro mundo: un aborto del espíritu, y no una creación de Dios.

Pero —continúan los gnósticos — puesto que este mundo había sido creado por un ser espiritual, siempre quedaron en él algunas “chispas” o “porciones” del espíritu. Esos elementos espirituales son los que están encerrados dentro de los cuerpos humanos, y que es necesario liberar.

A fin de lograr esa liberación, es necesario que venga un mensajero del reino espiritual. La función de ese mensajero consiste ante todo en despertarnos de nuestro “sueño”. Nuestros espíritus están “dormidos” dentro de nuestros cuerpos, dejándose llevar por los impulsos y las pasiones del cuerpo, y es necesario que alguien venga desde fuera para despertarnos y recordarnos quiénes somos, incitándonos así a luchar contra nuestro encarcelamiento. Además, ese mensajero ha de darnos la información —gnosis— necesaria para nuestra liberación. Necesitamos esa información, porque por encima de la tierra en que vivimos se encuentran las esferas celestiales.

Cada una de ellas está gobernada por un poder maligno, cuya función consiste en mantenernos prisioneros. Para llegar al reino puramente espiritual, tenemos que atravesar todas esas esferas. Y el único modo de hacerlo es poseyendo el conocimiento secreto que ha de abrirnos las puertas a cada paso, algo así como un santo y seña sin el cual el camino nos será vedado. El mensajero celestial ha sido enviado entonces para comunicarnos ese conocimiento secreto, sin el cual no hay salvación.

En el gnosticismo cristiano —también había gnósticos fuera del cristianismo— ese mensajero es Cristo. Según los gnósticos cristianos, lo que Cristo ha hecho es venir a la tierra para recordarnos nuestro origen celestial y para darnos el conocimiento secreto sin el cual no podremos regresar a las moradas espirituales.

Puesto que Cristo es un mensajero celestial, y puesto que el cuerpo y la materia son malos, la mayoría de los gnósticos cristianos pensaba que Cristo no podía haber tenido un cuerpo como el nuestro. Algunos decían que su cuerpo era pura apariencia, una especie de fantasma que parecía ser cuerpo físico por medios milagrosos. Otros decían que Jesús sí tenía cuerpo, pero que ese cuerpo estaba hecho de una “materia espiritual” distinta de nuestros cuerpos. La mayoría negaba el nacimiento de Jesús, pues tal nacimiento le habría colocado bajo el poder de este mundo material. Todas estas doctrinas acerca del Salvador reciben el nombre de “docetismo”—de una palabra griega que quiere decir “aparecer”—, pues lo que estas doctrinas implicaban, de un modo u otro, era que el cuerpo de Jesús era una apariencia. Según los gnósticos, no todos los seres humanos tienen espíritu. Algunos no son sino seres carnales que por tanto están irremisiblemente condenados a la destrucción cuando este mundo físico sea destruido. En cuanto a los espíritus encarcelados dentro de los “espirituales”, a la larga han de salvarse, porque su naturaleza es espiritual y necesariamente han de volver al reino del espíritu.

En el entretanto, ¿cómo hemos de vivir aquí en esta vida? Ante esta pregunta, los gnósticos respondían de dos modos distintos. La mayoría decía que, puesto que el cuerpo es la cárcel del espíritu, lo que hay que hacer es castigar el cuerpo, para debilitar su poder sobre el espíritu, y para que sus pasiones no nos arrastren. Otros en cambio sostenían que, puesto que el espíritu es por naturaleza bueno, y nada puede destruirle, lo que debemos hacer es dar rienda suelta al cuerpo y a sus pasiones. En consecuencia, mientras algunos gnósticos abogaban por un ascetismo extremo, otros practicaban el libertinaje.

Durante todo el siglo segundo, el gnosticismo fue una amenaza seria para el cristianismo. Los principales dirigentes de la iglesia se le opusieron tenazmente, porque veían en él una negación de varias de las principales doctrinas cristianas: la creación, la encarnación, la resurrección, etc. Más adelante veremos cómo la iglesia respondió ante esta amenaza. Pero antes debemos prestar nuestra atención a otro maestro cuyas enseñanzas, parecidas al gnosticismo, constituyeron también una amenaza para el “depósito de la fe”.

Marción

Marción era hijo del obispo de Sinope, en la región del Ponto. Allí había conocido la fe cristiana. Pero al mismo tiempo Marción parece haber sentido dos fuertes antipatías: contra este mundo material, y contra el judaísmo. Por lo tanto, su doctrina combina estos dos elementos. Hacia el año 144, Marción fue a Roma, donde logró varios seguidores. Pero a la larga el resto de los cristianos decidió que sus enseñanzas contradecían la fe, y Marción creó su propia iglesia, que perduró por varios siglos.

Como ya hemos dicho, Marción pensaba que este mundo era malo, y que por tanto su creador debía ser un dios, si no malo, al menos ignorante. En lugar de inventar toda una serie de seres espirituales, al estilo de los gnósticos, lo que Marción propuso era mucho más sencillo. Según él, el Dios del Nuevo Testamento y Padre de Jesucristo no es el mismo Jehová del Antiguo Testamento. Hay un Dios supremo, que es el Padre de Jesucristo, y un ser inferior, que es Jehová. Fue Jehová quien hizo este mundo. El propósito del Padre no era que hubiera un mundo como éste, con todas sus imperfecciones, sino que hubiera un mundo puramente espiritual. Pero Jehová, o bien por ignorancia o bien por maldad, hizo este mundo, y en él colocó a la humanidad.

Esto quiere decir que el Antiguo Testamento es palabra de dios, pero no del Dios supremo, sino de ese ser inferior llamado Jehová. Jehová es un dios celoso y arbitrario, que escoge a un pueblo por encima de los demás, y que está constantemente llevando la cuenta de quién le desobedece para tomar venganza. En una palabra, Jehová es un dios de justicia.

Frente a Jehová, y muy por encima de él —según Marción— está el Padre de los cristianos. Este no es un Dios vengativo, sino que es todo amor. Este Dios no requiere cosa alguna de nosotros, sino que nos lo da todo —inclusive la salvación—gratuitamente. Este Dios no establece leyes, sino que nos invita a amarle. Este Dios, en fin, se ha compadecido de nosotros, criaturas de Jehová, y ha enviado a su Hijo a salvarnos. Jesús no nació de María, puesto que tal cosa le habría hecho súbdito de Jehová, sino que apareció repentinamente, como un hombre maduro, en época del emperador Tiberio. Naturalmente, al final no habrá juicio alguno, puesto que el Dios supremo es un ser absolutamente amoroso, que nos perdonará sin más.

Todo esto quería decir que Marción tenía que deshacerse del, que hasta entonces había sido la parte principal de las escrituras cristianas. Si el Antiguo Testamento Antiguo Testamento era palabra de un ser inferior, no podía leerse en la iglesia, ni podía tampoco ser la base de la enseñanza cristiana. Por tanto, Marción compiló una lista de libros que deberían ser, según él, las escrituras cristianas. Estos libros eran el Evangelio de Lucas y las Epístolas de Pablo, puesto que Marción pensaba que Pablo era el único entre los apóstoles que había comprendido verdaderamente el mensaje de Jesús. Los demás eran demasiado judíos para entenderlo. ¿Qué decir entonces de todas las citas del Antiguo Testamento que aparecen en Lucas y en las epístolas paulinas? Naturalmente, tales citas no podían ser genuinas, y por tanto Marción llegó a la conclusión de que habían sido incluidas en el texto sagrado por judaizantes que trataban de adulterar el mensaje de Pablo y de Lucas.

Al igual que el gnosticismo —y quizás más— Marción y sus doctrinas representaron una seria amenaza para el cristianismo del siglo segundo. También él negaba la creación, la encarnación y la resurrección final. Pero aún más, Marción llegó a organizar su propia iglesia, con sus obispos rivales de los de la otra iglesia, y por tanto sus enseñanzas tendían a perpetuarse. Y la propaganda marcionita dentro del resto de la iglesia era impresionante, sobre todo porque sus doctrinas parecían tan sencillas y lógicas.

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