Aquel año la sequía fue horrible. El pequeño hilillo de agua que apagaba la sed del Anacoreta y alimentaba el pequeño embalse para regar, se secó. El anciano llamó a su discípulo y le dijo:
— Vamos en busca de un pozo.
El joven miró extrañado al Anacoreta, pero le siguió confiadamente. Tras varias horas de camino, el discípulo empezó a dudar de que lo que hacían fuese razonable. Tímidamente dijo:
— Maestro, ¿no crees que es absurdo buscar un pozo al azar en el desierto?
El Anacoreta sonrió. Y pasando la mano sobre el hombro del discípulo, dijo:
— ¿No has leído el Principito? lo mismo pensaba Saint-Exupery y después comprendió.
El discípulo no entendió lo que quería decirle el Anacoreta, pero siguió caminando.
Se hizo de noche y apareció sobre ellos ese cielo magnífico, tachonado de estrellas, como sólo puede verse en el desierto. El Anacoreta volvió a hablar suavemente:
— No es con los ojos que hay que buscar; es con el corazón. El zorro le dijo al Principito que las cosas más importantes sólo se pueden ver con el corazón. Mira el desierto; es bello. Su belleza está en que esconde un pozo en algún lugar, y sólo lo podremos encontrar con el corazón.
Encontaron el pozo al amanecer. Y como el del Principito, era un pozo con polea, cubo y soga. Y cantó al tirar la cuerda…
Bebieron y el agua les supo a noche de estrellas, a esfuerzo, a cántico…
El Anacoreta miró tiernamente al joven y le dijo:
— Todos escondemos un pozo en nuestras vidas. Sólo lo encontraremos con los ojos del amor, pero el día que demos con él, nuestra alegría será inmensa y nunca más querremos beber de otro lugar.
Luego se levantó y añadió:
— Volvamos a nuestra cueva. Creo que el agua a vuelto a brotar.
Y el desierto guardó sus pasos como un tesoro…