Todos los creyentes se habían reunido para pasar juntos el día de Pentecostés. De repente vino del cielo un estruendo como si se hubiera desencadenado una gran tempestad de viento que llenó toda la casa donde estaban alojados; y se les presentaron como lenguas de fuego que se iban repartiendo, y cada una se posaba sobre un discípulo. Entonces el Espíritu Santo inundó a todos, y se pusieron a hablar en otras lenguas según el Espíritu los iba capacitando. Estaban parando por entonces en Jerusalén judíos y personas piadosas que habían venido a la fiesta de todas las naciones bajo el cielo. Cuando se oyó aquel estruendo se juntó allí mucha gente; y estaban que no sabían qué pensar, porque cada uno de ellos oía hablar en su lengua materna a los discípulos; así que todos estaban admirados y alucinados. – ¡Fijaos! ¿Es que no son galileos estos que están hablando? -decían- . ¿Cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua materna? Aquí hay partos, medos, elamitas, de Mesopotamia, de Judea, de Capadocia, del Ponto, de Asia, de Frigia, de Panfilia, de Egipto y de África más allá de Cirene, y romanos residentes aquí, tanto judíos de nacimiento como convertidos de otras naciones, cretenses y árabes… ¡y todos los oímos contar en nuestra lengua las cosas maravillosas que Dios ha hecho! No podían entender lo que estaba pasando, y estaban alucinados; unos a otros se decían: -¿Qué querrá decir todo esto? Otros lo tomaban a chunga, y decían: – ¡Están como cubas!
Había tres grandes fiestas en las que todos los judíos que vivieran a no más de treinta kilómetros de Jerusalén estaban obligados a ir: la Pascua, Pentecostés y la fiesta de los Tabernáculos. El nombre de pentecostés quiere decir el quincuagésimo, y también se llamaba «La Fiesta de las Semanas», porque caía en el quincuagésimo día, una semana de semanas después de la Pascua. Esta caía -como entre nosotros su versión cristiana, la Semana Santa- en el primer plenilunio después del equinoccio de primavera; y Pentecostés, cincuenta días después. Para entonces ya eran mejores las condiciones para viajar. Por lo menos tantos como para la Pascua iban a Jerusalén para Pentecostés. Eso explica la lista de países que se mencionan en este capítulo, porque en ninguna otra ocasión se juntaría un gentío tan internacional en Jerusalén.
La fiesta misma tenía dos significados. Uno histórico: conmemoraba la promulgación de la Ley en el monte Sinaí; y otro agricultural: en la Pascua se ofrecía a Dios el primer gomer de la cosecha de la cebada, y en Pentecostés se ofrecían dos panes como acción de gracias por la cosecha completa que se había recogido. Pentecostés tenía otra característica: la Ley establecía que ese día no se podía hacer ningún trabajo servil (Levítico 23:21; Números 28:26); de modo que era un día de vacación, por lo que habría más gente que nunca en la calle.
Lo que sucedió el día de Pentecostés no se puede explicar con palabras. Lo cierto es que los creyentes tuvieron la experiencia del poder del Espíritu Santo Que inundaba su ser.
Debemos darnos cuenta de que no se trataba de que hubieran adquirido una capacidad especial para hablar lenguas extranjeras. En la Iglesia Primitiva se manifestaba un don que nunca ha desaparecido del todo de la Iglesia y que ha vuelto a surgir especialmente en las iglesias pentecostales y carismáticas este siglo, que se llama glóssolalía o hablar en lenguas (ver Hechos, 10:46; 19:6). El principal pasaje en el que se nos describe y da enseñanza sobre este don es 1 Corintios 14. El apóstol Pablo dice que, aunque él habla en lenguas más que nadie en Corinto, en el culto público considera preferible usar una lengua que todos puedan entender, para que sean edificados; y recomienda que se reserve el hablar en lenguas para la edificación personal; o, si se usa este don en público, que haya también interpretación; porque si no, alguien nuevo que entre podría pensar que los que hablan en lenguas están locos (1 Corintios 14:23). Esa parece haber sido la reacción de algunos de los oyentes en Pentecostés, que tomaron a los discípulos por borrachos. Sin embargo, el don de lenguas que se manifestó en Pentecostés no requería interpretación. Es posible que los discípulos hablaran su dialecto, y el Espíritu hacía que los oyentes recibieran simultáneamente la interpretación, cada uno en su propia lengua materna. El caso es que en Pentecostés el poder del Espíritu era tal que daba a aquellos sencillos discípulos la capacidad de presentar el Evangelio de forma que calaba hasta lo más íntimo del corazón.
La primera predicación cristiana: Hechos 2:14-42
Es uno de los pasajes más interesantes de todo el Nuevo Testamento, porque contiene el primer sermón cristiano. Ahora bien: en la Iglesia Primitiva había cuatro clases de predicación.
(i) Había lo que se llama el kérygma, que quiere decir literalmente el anuncio de un pregonero, y consiste en la exposición de los hechos clave del Evangelio que no se pueden negar ni discutir, como vieron claro los primeros predicadores.
(ii) Había lo que se llama la didajé, que quiere decir literalmente enseñanza, y que dilucida y desarrolla el significado y las implicaciones de los hechos que se han proclamado. Para decirlo en términos actuales, es como si, después que el predicador ha expuesto los hechos incontestables, los oyentes le preguntaran: « ¿Y ahora qué?» La didajé sería la respuesta a esa pregunta.
(iii) Había lo que se llama la paráklésis, que quiere decir literalmente exhortación. Esta clase de predicación presentaba a los oyentes la obligación de ajustar su vida al kérygma y a la didajé que ya les habían dado.
(iv) Había lo que se llama la homilía, que quiere decir el desarrollo de un tema o departamento de la vida a la luz del Evangelio.
Una predicación integral tiene algo de los cuatro elementos: contiene la proclamación de los hechos clave del Evangelio; la explicación del significado de tales hechos; la exhortación a ajustar a ellos la vida, y el desarrollo de todas las actividades de la vida a la luz del Evangelio.