Dios no tiene sino pensamientos de paz· Esto nos significa lo que se cuenta al principio del Génesis: que, al crear Dios los animales y al hombre, sólo les asigna como alimento la verdura a los primeros, el grano y las frutas al segundo, en señal de cómo amaba la paz entre sus criaturas. Luego se promete la paz al pueblo si observa la Ley. La guerra sólo vendrá sobre él en castigo de su infidelidad. No otro es el lenguaje de los profetas: “¡Ah!, si atendieras a mis leyes, tu paz sería como un río, y tu justicia como las olas del mar”.
La paz es el bien más deseable para el hombre, aunque de ordinario muestre tan poco aprecio de ella. Por esto no es de maravillar que los profetas nos presenten la edad mesiánica como una edad de paz, y al Rey-Mesías, como rey pacífico. Oseas es el primero en decirnos que en aquellos días Israel no se acordará de los baales y que Dios “hará un concierto en su favor con las bestias del campo, con las aves del cielo y con los reptiles de la tierra, y quebrará en la tierra el arco, la espada y la guerra, y hará que reposen seguros”. Isaías y Miqueas nos aseguran que muchedumbre de pueblos, “admirados de tanta paz que Dios dará a los pueblos” vendrán a Jerusalén en busca de Yahvé y de su palabra, y que El “juzgará a las gentes y dictará sus leyes a numerosos pueblos, que de sus espadas harán rejas de arado, y de sus lanzas hoces. No alzarán la espada gente contra gente ni se ejercitarán para la guerra”. Zacarías dice del Rey-Mesías que vendrá a Jerusalén “justo, salvador y humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna. Extirpará los carros de Efraín y los caballos en Jerusalén, y será roto el arco de guerra, y promulgará a las gentes la paz”.
En la época de Isaías, la Asiria y el Egipto eran las dos grandes potencias que aspiraban a dominar en Siria, y por esto se hacían la guerra. Pues dice Isaías que “en aquel día habrá camino de Egipto a Asiria y que el asirio irá a Egipto y el egipcio a Asiria; que los egipcios y asirios servirán a Yahvé. Aquel día Israel será tercero con el Egipto y la Asiria, como bendición en medio de la tierra, bendición de Yahvé Sebaot, que dice: “Bendito mi pueblo Egipto; Asiria, obra de mis manos, e Israel, mi heredad”. La guerra ha cesado; sólo reinará la paz.
Por eso, uno de los títulos que el mismo profeta da al Niño, sucesor de David, es el de “Príncipe de la paz, para dilatar el imperio y para una paz ilimitada”.
Ezequiel abunda en el mismo pensamiento al afirmar que el pacto de paz que con Israel establecerá será un pacto eterno y que pondrá en medio de ellos su morada por los siglos, que El será su Dios y ellos serán su pueblo, “y las gentes sabrán que es Yahvé quien los santificará cuando esté su santuario en medio de ellos por los siglos”.
Pero esta paz no es una paz externa, impuesta y sostenida por la fuerza de las armas; “la paz será obra de la justicia, y el fruto de la justicia el reposo y la seguridad para siempre. Mi pueblo habitará en morada de paz, en habitación de seguridad, en asilo de reposo”·
Si ahora queremos entender el hondo sentido de todas estas promesas que el Espíritu Santo inspiraba a sus profetas, empecemos por recordar las palabras del divino Maestro que dicen: “No penséis que he venido a poner paz, sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa”.
Esto significa que las luchas no cesarán en la tierra después que los ángeles cantaron “paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.” Las guerras continúan entre los pueblos cada vez más feroces y destructores. El Señor, en su inescrutable providencia, las tolera y las ordena, como todas las cosas, a la salud de los elegidos. La paz exterior parece que no ha venido a la tierra con Cristo.
Pero en cuanto a la paz interior, que no son capaces de perturbar todos los accidentes exteriores, dice Jesús: “Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Es que Dios es Dios de paz; y el Hijo de Dios vino a este mundo para traernos la paz. Por eso, al despedirse definitivamente de sus discípulos, les decía: “Mi paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo”. La paz que Cristo dejó a los suyos es fruto de la doble caridad de Dios y del prójimo, y el que en esta caridad vive, no siente turbación; goza de aquella paz que supera todo conocimiento humano, que los mundanos no alcanzan a entender, pero que los siervos de Dios gozan en lo íntimo de su corazón mientras llegue la paz eterna en el reino de los cielos, en que Dios se revelará verdadero Dios de paz.